Volumen 3, Nº1 Agosto de 2006

La Propaganda Monarquista en el Gobierno de San Martín en el Perú. La Sociedad Patriótica de Lima

 

 

Autor
Guerrero Lira, Cristián
Filiación

Universidad de Chile

Correspondencia
E-mail: cguerrer@uchile.cl
Cita
Guerrero Lira, Cristián. La propaganda monarquista en el gobierno de San Martín en el Perú. La Sociedad Patriótica de Lima. Revista de Estudios Históricos, Volumen 3, Nº 1. Agosto de 2006.

I. San Martín en el gobierno del Perú

Cuando el 20 de agosto de 1820 zarpó la Expedición Libertadora del Perú, lo hizo sin que su Comandante en Jefe, el General José de San Martín, llevase alguna instrucción que guiara, o limitara, su futura actuación política en el Perú. Esta situación no contó con la unanimidad de los pareceres de las autoridades chilenas. De hecho, el 23 de junio anterior, el Senado Conservador había remitido a O’Higgins un conjunto de directrices que proponía se aplicaran para ese fin, insistiéndose en ellas en el ejercicio de la autodeterminación por parte de los peruanos, quienes, como se señala en diversos artículos de aquel texto, debían elegir a sus propias autoridades locales y nacionales e incluso dar forma a su propia constitución. Es más, incluso se señalaba que “de ningún modo admitirá [San Martín] empleo político ni para sí ni para los oficiales”[1].

Esta propuesta no contó con el beneplácito de O’Higgins, quien probablemente la consideró desdorosa para San Martín y, aunque el Senado insistió en la utilidad de estas, u otras instrucciones, argumentando incluso su necesidad en circunstancias imprevistas que pudieran presentarse, como por ejemplo, la muerte de San Martín, nada se logró[2]. Así la expedición, en materias políticas, quedó confiada, en plenitud, al juicio del general que la comandaba.

Probablemente el senado estuviese actuando, comprensiblemente, en base a eventuales complicaciones, pues nada hacía temer una actuación políticamente cuestionable por parte de San Martín. De hecho, el 20 de marzo del año anterior él mismo había dirigido una proclama a los limeños y a los demás habitantes del Perú, en la que daba cuenta de las gestiones realizadas ante el Virrey para evitar la guerra y agregaba: “le propuse que se convocase al ilustre vecindario de Lima representándole los sinceros deseos del gobierno de Chile y de las Provincias Unidas; que se oyese la exposición de sus quejas y derechos, y que se permitiese a los pueblos adoptar libremente la forma de gobierno que creyesen conveniente, cuya deliberación espontánea sería la ley suprema de mis operaciones”. También en ese documento había dado una clara señal de lo que ocurriría en el futuro: “afianzados los primeros pasos de vuestra existencia política, un congreso general compuesto de los representantes de los tres estados dará a su respectiva organización una nueva estabilidad; y la constitución de cada uno, así como su alianza y federación perpetua, se establecerán en medio de las luces, de la concordia y de la esperanza universal”[3].

De esta proclama se desprende, casi sin necesidad de mayor análisis, que los peruanos, ejerciendo la autodeterminanción, crearían un nuevo gobierno que reemplazaría a la monarquía española y dictarían su propia constitución.

Una vez que las fuerzas expedicionarias desembarcaron en Perú se produjeron las conferencias de Miraflores. En ellas, el tema de la futura organización del país no estuvo ausente. Dice Barros Arana que los negociadores nombrados por San Martín, Tomás Guido y Juan García del Río, propusieron la idea de crear “en estos países una monarquía constitucional e independiente que tuviese a su cabeza un príncipe de la familia real de España”[4], propuesta que fue rechazada por el Virrey Pezuela quien señaló que un tema de tal trascendencia como ese debía ser analizado por el gobierno superior.

¿Se podría considerar esta proposición como la expresión del deseo de San Martín? La respuesta de Barros Arana es afirmativa. Dice este autor que “aunque en las comunicaciones cambiadas con motivo de las conferencias de Miraflores, no se habla de esta proposición, ella debe ser creída no solo por afirmarlo así el virrey en términos tan claros[5], sino porque guarda perfecta consonancia con las ideas que a este respecto manifestó entonces y más tarde el general San Martín”[6].

Sin embargo, en el manifiesto que San Martín dirigiera después de estas negociaciones, señalaba claramente que “el día que el Perú pronuncie libremente su voluntad sobre la forma de las instituciones que deben regirlo, cualesquiera que ellas sean, cesarán de hecho mis funciones”[7]. La expresión, a nuestro juicio, no puede ser más clara: los peruanos serían quienes optarían por su sistema político, independientemente de los deseos de San Martín. Esto guarda concordancia con la propaganda que posteriormente se utilizó para expresar la conveniencia del establecimiento de una monarquía constitucional: pudiendo, tras haber asumido como Protector del Perú, haber impuesto una monarquía, optó por abrir el paso a mecanismos que legitimarían ese sistema.

Sin contrariar lo anterior, y con la finalidad de “preparar los elementos de la reforma universal” que se avecindaba, el 12 de febrero de 1821 San Martín rubricó un Reglamento Provisional que fijaba las bases elementales de la organización de los territorios ya dominados por las armas revolucionarias. En la parte explicativa del texto aclaraba que la finalidad de la guerra era “la mejora” de las instituciones, objetivo que debía lograrse sin precipitación, pero sin que esto implicara que se dejaran “intactos los abusos” del sistema monárquico español. Las circunstancias y la “gran ley de la necesidad” lo impulsaban a iniciar la obra “que el tiempo consolidará más adelante”.

Si había algo claro, a juzgar por los testimonios expuestos, era que se dejaría sin existencia a la monarquía española. Agreguemos dos antecedentes más. El primero es una proclama que O’Higgins dirigió a los peruanos, y que fue llevada por la misma fuerza expedicionaria. En ella el Director Supremo decía: “seréis libres e independientes, constituiréis vuestros gobiernos y vuestras leyes por la única y espontánea voluntad de vuestros representantes, ninguna influencia militar o civil, directa o indirectamente tendrán estos hermanos en vuestras decisiones”. El segundo proviene de las memorias de Juan Isidro Quesada, un militar trasandino que formó parte de las tropas que entraron en Lima una vez que la ciudad fue evacuada por los realistas. Cuenta Quesada que el 10 de julio su regimiento acudió a saludar a San Martín, quien les dijo: “he hecho bajar al batallón Nº 8 a la capital para que la juventud delicada que tengo en mi presencia forme la opinión de este país, que se halla tan impregnada de viejas costumbres de aristocracia y por medio de ustedes, principiar a hacer olvidar éstas y fomentar las de nuestro sistema demócrata”[8].

San Martín ya había expresado a Basil Hall su prescindencia en cuanto al sistema que el Perú debía adoptar. Según el testimonio de Hall, en una entrevista sostenida con el general, éste habría expresado que “en los últimos diez años […] he estado ocupado constantemente contra los españoles, o mejor dicho, a favor de este país, porque yo no estoy contra nadie que no sea hostil a la causa de la independencia. Todo mi deseo es que este país se maneje por sí mismo, y solamente por sí mismo. En cuanto a la manera en que ha de gobernarse no me concierne en absoluto. Me propongo únicamente dar al pueblo los medios de declararse independiente y de establecer una forma de gobierno adecuada; y verificado esto consideraré haber hecho bastante y me alejaré”.

Hall agrega parte de un bando de San Martín publicado alrededor del 20 de julio del mismo año 1821 en el que se puede leer: “todo pueblo civilizado está en estado de ser libre; pero el grado de libertad [de] que un país goce debe estar en proporción exacta al grado de civilización; si el primero excede al último, no hay poder para salvarlo de la anarquía; y si sucede lo contrario, que el grado de civilización vaya más allá del monto de libertad que el pueblo posea la opresión es la consecuencia”[9]. Si bien este último párrafo introduce un nuevo elemento en las consideraciones de San Martín, el equilibrio entre libertad y civilización, o si se prefiere “cultura cívica”, de ningún modo viene a alterar la esencia de lo ya planteado, pues sólo se trata de la expresión de un principio fundamental que en ningún caso dice relación con una opción por tal o cual sistema político.

Así las cosas, hasta julio de 1821 para San Martín resultaba claro, al menos según los textos que hemos visto, que los peruanos eran los llamados a definir la forma que adoptarían para su gobierno, lo que incluso no se alteraría al momento de asumir como Protector del Perú el 3 de agosto siguiente, si atendemos al tenor literal del correspondiente decreto. En él señaló que al haber asumido la tarea de liberar al Perú sólo había buscado el adelantamiento de la causa americana y la felicidad de los peruanos y que el mando político y militar había recaído en sus manos por imperio de las circunstancias. Sin embargo, decía, se debían fijar objetivos secuenciales, primero terminar con la presencia del enemigo y, luego, asegurar la libertad política: “la experiencia de diez años de revolución en Venezuela, Cundinamarca, Chile y Provincias Unidas del Río de la Plata, me han hecho conocer los males que ha ocasionado la convocación intempestiva de congresos, cuando aún subsistían enemigos de aquellos países: el primer paso es asegurar la independencia, después se pensará en establecer la libertad sólidamente”[10]. A ello agregaba que bien podría haber seguido otro curso de acción, disponiendo que electores nombrados por los ciudadanos ya liberados designasen a quien debía gobernar “hasta que se reuniesen los representantes de la nación peruana; pero como por una parte la simultánea y repetida invitación de gran número de personas de elevado carácter y decidida influencia en esta capital para que presidiese la Administración del Estado me asegura un nombramiento popular; y por otra había ya obtenido el asentimiento de los pueblos que estaban bajo la protección del Ejército Libertador, he juzgado más decoroso y conveniente el seguir esta conducta franca y leal, que deba tranquilizar a los ciudadanos celosos de su libertad”[11]. El nuevo gobierno debía ser vigoroso para preservar al Perú de los males que “pudieran producir la guerra, la licencia y la anarquía”[12], lo que, aunque no se manifiesta en el texto, podría ser provocado por los cambios que se estaban generando. En el mismo decreto se aclaraba que el mando recaería en San Martín hasta que se reuniese el futuro congreso peruano, y el artículo 7º señalaba textualmente: “el actual decreto sólo tendrá fuerza y vigor hasta tanto que se reúnan los representantes de la nación peruana, y determinen sobre su forma y modo de gobierno”[13].

Según el tenor literal de los testimonios anteriores, el que San Martín hubiese asumido como Protector en nada cambiaba las cosas, pues en realidad sólo se estaba formalizando su permanencia y acción en el gobierno, agregándose un título que de por sí es bastante decidor. Lo que realmente importaba era la reafirmación de dos ideas fundamentales: los mismos peruanos decidirían su organización política y, en segundo lugar, la fijación de una meta previa a ello, la independencia. Una vez que se hubiesen logrado ambas, él abandonaría el poder, dando cuenta su actuación a los representantes del pueblo [14].

Esta secuencia, según afirma Hall, tenía cierta lógica pues San Martín conocía

“el mal inherente a la implantación precipitada de gobiernos libres representativos en sudamérica; se apercibía que antes de levantar cualquier durable edificio político debía gradualmente rozar la preocupación y el error diseminados sobre la tierra y luego cavar profundo en el suelo virgen para apoyar el cimiento. En este tiempo no había ilustración ni capacidad bastante en la población para formar un gobierno libre, ni aún aquel amor a la libertad sin el cual las instituciones libres son a veces peores que inútiles, desde que, en sus efectos, tienden a no corresponder a la esperanza, y así, por ineficacia práctica, contribuyen a relajar ante la opinión pública los sanos principios en que reposan. Desgraciadamente también los habitantes de sudamérica tienden primero a equivocar el efecto de tales cambios y concebir que la mera implantación de las instituciones libres en la forma importa que sean inmediata y debidamente comprendidas y disfrutadas, cualquiera que haya sido el estado social precedente”[15].

Estas apreciaciones son coincidentes, como veremos más adelante, con los planteamientos que desde tiempo atrás venía expresando Bernardo de Monteagudo. Otro Bernardo, O’Higgins esta vez, también explicitaba a San Martín las dificultades por las que atravesaba su gobierno debido a la relación con las instituciones representativas. En carta fechada el 6 de agosto de 1821 felicitaba a San Martín por su decisión de asumir como Protector:

“Quisiera estuviera usted presente para darle mil abrazos; pero recíbalos desde este asiento de miserias y trabajos, que ahora convierte en plácemes la resolución más grande y sabia de encargarse usted del mando supremo del Perú. Una nueva vida recibe la América meridional en el nuevo empeño que han de acabar de coronar las glorias a que la Providencia le ha destinado. El bien más grande que usted hace a esos pueblos es el de mortificarse en regirlos; se va a economizar mucha sangre que la anarquía no tardaría en derramar en gentes bisoñas y nuevas en la revolución. Aseguro a usted, mi amigo, que más de una vez he temblado en la desconfianza de esta resolución, pero desde ahora confío en que todo se ha de acertar”,

y más adelante agregaba, bajo el carácter de reservada, una relación de las dificultades económicas que a su gestión imponían las decisiones adoptadas por el Senado, agregando:

“hago a usted esta reflexión sobre el Senado para que sirva a usted de experiencia: que cuando hombres selectos y amigos presentan tan desagradable aspecto, ¿qué harán los que son indiferentes y elegidos por la multitud desenfrenada?”[16].

No se trataba de que se estuviera echando pie atrás en todo lo ya realizado en la implantación del sistema republicano. O’Higgins simplemente expresaba los inconvenientes que se habían producido y que, de una u otra manera, dificultaban el logro de aquella meta por la cual se había iniciado la revolución.

El 8 de octubre siguiente San Martín firmó un Estatuto Provisional en el que se daban las bases para la organización transitoria del aparato estatal, estableciéndose que ese texto regiría hasta que se declarase la independencia en todo el territorio del Perú. Logrado ese objetivo, se procedería a la convocación de un Congreso general que establecería una constitución permanente. Sin embargo, aunque de modo transitorio, él asumía una gran cuota de poder: “mientras existan enemigos en el país, y hasta que el pueblo forme las primeras nociones del gobierno de sí mismo, yo administraré el poder directivo del Estado, cuyas atribuciones, sin ser las mismas, son análogas a las del poder legislativo y ejecutivo”, absteniéndose de mezclarse “jamás en el solemne ejercicio de las funciones judiciarias, porque su independencia es la única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo”[17]. Así, el ejercicio de dos de los tres poderes del Estado estaban en sus manos.

Félix Álvarez Brun ha señalado que tanto el que San Martín hubiese asumido como “Protector” y también la posterior dictación del Estatuto, generaron recelos e inquietud entre los sectores liberales de la sociedad peruana[18]. Si se examinan las disposiciones de éste, se comprende fácilmente la existencia de esos temores. Al “protector” le correspondía el ejercicio de la suprema potestad en los departamentos libres del Perú, era generalísimo de las fuerzas de mar y tierra y tenía amplias atribuciones en materias económicas. Por otra parte, se establecía un Consejo de Estado con un carácter netamente asesor, y conformado por los tres Ministros de Estado, el Presidente de la Alta Cámara de Justicia, el General en Jefe del Ejército Unido, el jefe del Estado Mayor General del Perú, el Teniente General Conde de Valle Oselle, el Deán eclesiástico, el Mariscal de Campo Marqués de Torre-Tagle, el Conde de la Vega y el Conde de Torre-Velarde. Entre las libertades y derechos de los ciudadanos el texto consagraba la igualdad en el ejercicio del derecho a defender honor, libertad, seguridad, propiedad y la propia existencia y la inviolabilidad del hogar. No se establecen algunas características esenciales a todo régimen republicano, tales como la igualdad ante la ley y ante las cargas tributarias.

Por otra parte, la creación de la Orden del Sol implicaba el establecimiento de una nueva nobleza, republicana, pero igualmente hereditaria en lo relativo a las prerrogativas que se concedían a los fundadores, aunque estas fuesen revocables. El decreto respectivo decía: “Con la idea de hacer hereditario el amor a la gloria, se establecen ciertas prerrogativas que son transmisibles a los próximos descendientes de los fundadores de la orden del Sol. Yo he contemplado que aun después de derogar los derechos hereditarios que traen su origen de la época de nuestra humillación, es justo subrogarles otros que, lejos de herir la igualdad ante la ley, sirvan de estímulo a los que se interesen en ella. Todo el que no sea digno del nombre de sus padres, tampoco lo será de conservar estas prerrogativas”[19]. Thomas Hardy escribió respecto de la ceremonia de instalación de esta orden, realizada el 16 de diciembre de 1821, el siguiente comentario: “La ceremonia fue excelentemente bien conducida y parece haber generado general satisfacción. Cuatro ingleses, los coroneles Paroissien y Miller y capitanes Guise y Forster han ganado el primer honor [miembros fundadores de la libertad peruana], pero no aparece el nombre de Lord Cochrane. El Sr. Prevost, agente político americano, también concurrió por invitación similar. No hubo nada en toda la actuación que demostrara un espíritu republicano […] y es evidente que un gobierno monárquico es el indicado para los hábitos y costumbres de estas gentes, de lo cual no dudo se aprovechará el General san Martín”[20].

Barros Arana es categórico al afirmar que ya en esta época, “la preocupación constante del gobierno de Lima era el preparar la organización definitiva que debía darse al Perú” y que tanto para San Martín como Monteagudo, García del Río y otros personajes, “sólo la forma monárquica podía asegurar la estabilidad de las nuevas instituciones, y desarmar la anarquía que había comenzado a aparecer con caracteres tan alarmantes en estos países”, a lo que agrega que para ello sólo era necesario “uniformar la opinión en el país”[21]. Lo que resulta curioso de estos dichos es que no mencione, precisamente, esos esfuerzos.

Poco tiempo después San Martín envió a Europa a García del Río y Parossien en busca de un monarca, y a ellos entregó una carta que debían poner en manos de O’Higgins a su paso por Chile:

“… Al fin (y por si acaso, o bien dejo de existir o dejar este empleo) he resuelto mandar a García del Río y Paroissien a negociar no sólo el reconocimiento de la independencia de este país, sino dejar puestas las bases del gobierno futuro que debe regir. Estos sujetos marcharán a Inglaterra, y desde allí, según el aspecto que tomen los negocios, procederán a la Península; a su paso por esa instruirán a V. verbalmente de mis deseos, si ellos convienen con los de V. y los intereses de Chile, podrían ir dos diputados por ese Estado, que unidos con los de éste, harían mucho mayor peso en la balanza política, e influirían mucho más en la felicidad futura de ambos estados. Estoy persuadido de que mis miras serán de la aprobación de V. porque creo estará V. convencido de la imposibilidad de erigir estos países en repúblicas. Al fin yo no deseo otra cosa que el establecimiento del gobierno que se forme sea análogo a las circunstancias del día, evitando por este medio los horrores de la anarquía”[22].

San Martín, que hasta entonces (y esto es fácil determinarlo por los testimonios ya entregados), no había adoptado una resolución en cuanto al tema de la organización política del Perú, ahora creía imposible establecer una república, y enviaba dos diputados a buscar un príncipe europeo para que gobernase al Perú, y probablemente también Chile, y ello sin consultar la opinión del pueblo peruano, como tantas veces había afirmado con anterioridad. Para Bartolomé Mitre el Estatuto Provisional era solo un embrión democrático, “dentro de cuyos vagos lineamientos podía dibujarse así una república como una monarquía liberal. Tal es el pensamiento oculto que entrañaba el estatuto al no proclamar francamente la república como forma definitiva de gobierno, dejando al porvenir la solución del problema bajo la invocación de la soberanía nacional”, advirtiendo, además, que algunas de las disposiciones adoptadas por San Martín tendían a la conformación de una sociedad que no difería en mucho de la que un poco tiempo antes había apoyado a la monarquía española. En este sentido incluye el establecimiento del Consejo de Estado, al que califica de “corporación jerárquica y aristocrática”, la subsistencia de los títulos nobiliarios y el establecimiento de la Orden del Sol. Completa Mitre su cuadro descriptivo con el siguiente comentario:

“Estas invenciones, al parecer de mero aparato, incluso las que revestían carácter gubernativo, respondían a un plan: eran semillas estériles de una aristocracia, atributos de una monarquía quimérica, que se esparcían en la sociabilidad peruana […] Hasta el mismo San Martín, no obstante su sencillez espartana, acusó en su representación externa esta influencia enfermiza. Su retrato reemplazó al de Fernando VII en el salón de gobierno. Para presentarse ante la multitud con no menos pompa que los antiguos virreyes, y deslumbrar a la nobleza peruana, que la consideraba poderosa en la opinión, se dejaba arrastrar en una carroza de gala tirada por seis caballos, rodeado por una guardia regia, y su severo uniforme de granadero a caballo se recamó profusamente de palmas de oro. Empero, nada indica que el delirio de las grandezas se hubiese apoderado de su cabeza. En medio de este fausto de oropeles conservó su modestia y su ecuanimidad. Si buscaba la monarquía constitucional, era sin ambición personal, anteponiendo, como lo decía, a sus convicciones republicanas lo que consideraba relativamente mejor para coronar la independencia con un gobierno estable, que conciliase el orden con la libertad y corrigiese la anarquía”[23].

Mitre indica que para San Martín únicamente a través del establecimiento de una monarquía constitucional se lograría la independencia y un orden regular[24]. Sea que el ambiente y las tradiciones peruanas, más aristocráticas y de mayor arraigo que en Buenos Aires o Santiago, hayan influido en el carácter del libertador haciéndole pensar que para evitar la anarquía el sistema de gobierno más adecuado era la monarquía constitucional, también es claro que en su posición el pensamiento de Bernardo de Monteagudo jugó un papel determinante. Monteagudo no solo coincidía en esto último con San Martín, sino que había iniciado una campaña pública tendiente a favorecer la opción por la monarquía constitucional. Pilares fundamentales de ella fueron la prensa y la Sociedad Patriótica de Lima.

II. Las Ideas de Monteagudo y la Sociedad Patriótica de Lima

El 10 de enero de 1822 el General San Martín, y su Ministro de Estado Bernardo de Monteagudo, firmaron el decreto que dio vida a la Sociedad Patriótica de Lima, institución que se creaba, al menos oficialmente, con la finalidad de promover el desarrollo de las luces en el Perú.

Según sus creadores, este establecimiento se creaba considerando la importancia de la ilustración pública, cuya propagación era una obligación ineludible de los gobiernos. Se marcaba así una profunda diferencia con el régimen monarquista que acababa de ser expulsado, el que al actuar en un sentido contrario había observado una conducta criminal hacia la humanidad. El mismo decreto fundacional decía: “La ignorancia general en que el gobierno español ha mantenido a la América ha sido un tremendo acto de tiranía, que exige todo el poder actual que tiene la filosofía del mundo, para obligar a los americanos a no ver con ojos de furor a los que han sido autores y cómplices de un delito, que ataca los intereses de toda la familia humana”[25]. Interesante es destacar que este argumento de la ignorancia política también aparece en la presa chilena de la Patria Vieja, e incluso en la Gaceta del Gobierno, publicada durante la restauración de la monarquía. En la primera se destacaba la idea de que se había mantenido al pueblo en la ignorancia para facilitar su dominación, y en la segunda que era esa falta de conocimientos lo que había facilitado la propagación de las ideas de revolución.

El objetivo declarado de la Sociedad era “discutir todas las cuestiones que tengan un influjo directo o indirecto sobre el bien público, sea en materias políticas, económicas o científicas, sin otra restricción que la de no atacar las leyes fundamentales del país, o el honor de algún ciudadano”. En otras palabras, vendría a ser una suerte de senáculo donde se discutiría sobre determinadas materias que “puedan influir en la mejora de nuestras instituciones”, y que se reuniría bajo “la especial protección del gobierno”. ¿Significaba esto último que el gobierno influiría en las discusiones de la Sociedad? Los mismos artículos del decreto dan una respuesta afirmativa. Así, el tercero de ellos determina que “El Presidente nato de la Sociedad Patriótica de Lima será el Ministro de Estado”, mientras que el siguiente disponía que, además, la Sociedad contaría con un vicepresidente, cuatro censores, un secretario, un contador y un tesorero, los que serían elegidos “a pluralidad de votos por la misma sociedad, y estarán aprobados por el Presidente de ella”, agregando que sus funciones serían determinadas en un Reglamento que sería redactado por el Presidente, el vicepresidente, los censores y el Secretario[26].

Entre los miembros fundadores destacan los tres ministros de San Martín, es decir, Bernardo de Monteagudo (Estado), Tomás Guido (Guerra) e Hipólito Unanue (Hacienda), a quienes se unían el conde de Valle-Oselle, el de Casa Saavedra, Pedro Manuel Escobar, Antonio Álvarez del Villar, José Gregorio Palacios, el conde del Villar de Fuente, Diego Altaga, el Conde de Torre-Velarde, José Boqui, Dionsio Vizcarra, José de la Riva Agüero, Matías Maestro, José Morales y Ugalde, José Cavero y Salazar, Manuel Pérez de Tudela, Mariano Saravia, Mariano Alejo de Álvarez, Francisco Valdivieso, Fernando López Aldana, Toribio Rodríguez Mendoza, Javier de Luna Pizarro, José Salía, José Ignacio Moreno, José Gregorio Paredes, Miguel Tafur, Mariano Arce, Pedro José Méndez Lachica, Joaquín Paredes, Mariano Aguirre, Ignacio Antonio de Alcázar, José Arriz, Salvador Castro, Juan Berindoaga, Francisco Moreira Matute, Félix Devoti, Francisco Mariátegui y Eduardo Carrasco.

El 27 de enero se dictó el Reglamento de la sociedad y el 22 de febrero se realizó la primera reunión en la que se decidió editar un periódico, El Sol del Perú, y se fijaron las materias sobre las que versarían las lucubraciones y discusiones de los miembros, las que a propuesta de Monteagudo serían tres: “Cuál es la forma de gobierno más adaptado al estado peruano, según su extensión, población, costumbres y grado que ocupa en la escala de la civilización”, “Ensayo sobre las causas que han retardado en Lima la revolución, comprobadas por los sucesos posteriores” y “Ensayo sobre la necesidad de mantener el orden público para terminar la guerra y perpetuar la paz”.

La elección de esos temas por la Sociedad, o más bien dicho por Monteagudo, no parece hecha al azar, pues desde su permanencia en Buenos Aires, primero, y en Santiago, después, éste venía insistiendo en la necesidad de observar un procedimiento cauteloso para la instalación de nuevos gobiernos y para el reconocimiento de las libertades de los ciudadanos, lo que de no observarse podría derivar en una situación caracterizada por la anarquía. Por ello urgía a lograr la consolidación de la independencia y luego dar forma más o menos definitiva a los nuevos gobiernos.

Esas ideas no eran nuevas. En la Gaceta de Buenos Aires, en la edición correspondiente al día 24 de enero de 1812, había insertado una proclama dirigida a los pueblos del interior de la región del Plata, en la que los instaba a apoyar los esfuerzos por la independencia. Al referirse a los primeros intentos de organización del nuevo Estado decía:

“La América, atendidas sus ventajas naturales, está en actitud de elevarse con rapidez al mayor grado de prosperidad, luego que se consolide su deseada independencia; hasta tanto, querer entrar en combinaciones de detalle y planes particulares de felicidad, sería poner trabas y embarazos al principal objeto, sin progresar en éste ni en aquellos. Cuando un pueblo desea salir de la servidumbre, no debe pensar sino en ser libre; si antes de serlo quiere ya gozar de los frutos de la libertad es como un insensato labrador que quiere cosechar sin haber sembrado”[27].

Si entendemos correctamente estas palabras, Monteagudo está señalando, simplemente, que debe establecerse un orden de prelación en cuanto a los objetivos del movimiento revolucionario: primero lograr la independencia, luego gozar de ella.

En su discurso de inauguración de la Sociedad Patriótica en Buenos Aires (enero de 1812), advirtió que ella tenía por finalidad analizar y conocer los derechos del ciudadano y la majestad del pueblo, pero al mismo tiempo señaló que éste debía ser ilustrado sobre aquellos principios. De lo contrario, caería en la anarquía. Sin ese proceso, se “haría quimérica toda reforma e invariable todo plan; y las medidas que se adoptasen serían tan frágiles como sus principios”[28]

La Sociedad Patriótica de Buenos Aires tenía, entonces, las mismas finalidades que la que posteriormente crearía en Lima, al menos en el plano formal.

En otro periódico porteño, Martir o Libre, Monteagudo insistió, también en 1812, en las mismas prioridades para el movimiento revolucionario. Partiendo desde el punto de la compleja situación que enfrentaba el gobierno revolucionario de Buenos Aires, sostuvo que se debía organizar un buen sistema militar, pero aclaró: “Convengo en ello y no dudo que el suceso de las armas fijará nuestro destino, pero también sé que los progresos de este ramo dependen esencialmente del sistema político que adopte el pueblo para la administración del gobierno”[29]. Existía entonces, la necesidad de organizar el gobierno, pero ¿bajo qué forma?

Para Monteagudo las reglas a seguir debían acomodarse a las circunstancias, y estas eran claras: el voto de los pueblos ya se había pronunciado por la independencia, la que se debía declarar y publicar. En cuanto al gobierno, éste debía recaer en “un dictador que responda de nuestra libertad, obrando con la plenitud del poder que exijan las circunstancias y sin más restricción que la que convenga al principal interés”[30].

A su juicio era altamente conveniente distinguir dos situaciones. Una cosa era proclamar la independencia, otra distinta dictar una Constitución que la sostuviera. Para lo primero ya existía y constaba el voto favorable de los pueblos, pero no para lo segundo. Por lo tanto no se podía establecer aún una carta fundamental: “para eso es necesaria la concurrencia de todos por delegados suficientemente instruidos de la voluntad particular de cada uno [de los pueblos] y el solo conato de usurparles esta prerrogativa sería un crimen”. La concentración del poder en un solo ciudadano era necesaria para lograr definitivamente la independencia y, por lo tanto, el dictador que fuese nombrado no tendría “otro término a sus facultades que la independencia de la patria”. Agregaba Monteagudo que bien sabía que este tipo de gobierno podría acercarse al despotismo, pero manifestaba su creencia en la natural bondad del ser humano: “a nadie se le ocultará que las más de las veces el hombre es bueno, porque no puede ser malo aunque podría suceder que pusiésemos nuestro destino en manos de un ambicioso”, pero esto sería evitado por el pueblo por su temor a verse oprimido por la tiranía [31].

Una vez instalado en Lima insistió en esos puntos. En el periódico Los Andes Libres reeditó su “Cuadro Político de la Revolución”, escrito que anteriormente viera la luz en las prensas santiaguinas de El Censor de la Revolución. No deja de ser curioso el hecho de que la primera parte de este texto fuera publicada con dos días de antelación a la firma del Estatuto Provisorio peruano.

En este artículo Monteagudo señaló que existían circunstancias en que un pueblo debía adoptar nuevas instituciones, pero esto tenía que hacerse “con sabiduría y prudencia para dirigir su marcha y economizar los sacrificios que naturalmente cuestan los adelantamientos sociales”. Agregaba que al iniciarse la revolución en América nadie había fijado el objetivo que ella debía lograr, y que, en consecuencia, la ansiedad había embriagado a los pueblos con la copa de la libertad. Resultado de ello fue una transición repentina que “causó de pronto los más admirables efectos, pero ella envolvía el germen de los extravíos”.

Al encontrarse repentinamente frente a la libertad política, habían surgido tres problemas: en primer lugar, se habían preparado –seguimos su escrito--, los elementos que dieron forma a una disputa entre el gobierno y los ciudadanos, quienes no tenían la experiencia necesaria para discernir entre los derechos de que podían gozar desde ese instante y aquellos a cuyo gozo se debía renunciar transitoriamente hasta que el conflicto bélico generado por la revolución terminase; en segundo, los ciudadanos “se juzgaban autorizados para variar toda administración que no correspondía a las ideas liberales de que estaban impregnados los pueblos” y, por último, quienes asumían la conducción del gobierno perdían prontamente la confianza pública, “y los más exaltados antes de tomar parte en ella, conocían luego la necesidad de reprimir la acción popular para dirigirla mejor”. Por ello la conducta que habían observado los gobiernos, reconociendo una serie de derechos que en la práctica debían ser restringidos, no debía atribuirse “a la tendencia que tiene toda autoridad a extender sus límites”.

Uno de los errores más graves que se había cometido, según su criterio, había sido

“Desplegar la mayor liberalidad en aquellos [los reglamentos provisorios], para coartarla después al tiempo de su ejecución. Esta inconsecuencia ha resultado de los principios que guiaban a los autores de los reglamentos liberales, que deseosos de ganar el favor popular para establecer su autoridad, ofrecían más de lo que podían cumplir y no tenían firmeza para resistir las pretensiones ilimitadas de la multitud concediendo solo a sus deseos lo que era practicable. Los pueblos habrían experimentado más beneficios y menos convulsiones si en vez de pomposas cartas constitucionales se les hubiese dado gradualmente sencillos reglamentos, que por ahora solo asegurasen a los ciudadanos una buena administración de justicia y el libre ejercicio de aquellos derechos de que dependen la paz y la comodidad doméstica. Esto habría sido fácil cumplir, con la doble ventaja de inspirar a los pueblos la confianza que naturalmente produce el cumplimiento de las promesas hechas, y de remover las trabas que ha encontrado a cada paso la autoridad ejecutiva en el ejercicio de sus principales funciones”[32].

Para Monteagudo existía un objetivo fundamental: concluir la guerra contra los realistas. A él debían consagrarse todos los esfuerzos, y el establecimiento prematuro de la libertad política, según la experiencia lo había demostrado, sólo había redundado en beneficio del enemigo.

En la edición de Los Andes Libres del 3 de noviembre siguiente, insistió en la necesidad de vencer en la guerra para luego definir la forma de gobierno. Esto último había sido “la manzana de oro, arrojada por la discordia para animar las disensiones: ¡ojalá que la decisión inoportuna de este negocio no nos traiga tan malos efectos, como los que experimentaron los troyanos, cuando el pastor del monte Ida decidió la contienda entre las diosas […] Habría bastado conocer a fondo lo que importa esta idea solemne de Constitución Política, para no pensar en su forma, mientras no exista el sujeto que debe recibirla”[33].

Existían ciertas realidades que debían conocerse para tener una constitución y establecer la forma permanente de gobierno: población, territorio, recursos y relaciones naturales con los países limítrofes, “sin entrar en las demás calificaciones que miran a su aptitud social”. Dictar una carta fundamental sin tener un conocimiento acabado de aquellas materias era suponer “que un cuaderno en que se ordenen metódicamente las materias constitucionales, sea una especie de talismán político, que tenga la virtud de hacer existir lo que se quiera”. Sin esas ideas claras, las constituciones serían prematuras y sólo se obtendría por resultado la excitación de las rivalidades, ya sea por la forma gubernativa que ellas sancionasen, o por el desafecto a los individuos que distribuyen el poder. Acto seguido declaraba:

“No queremos decir que llegue jamás el caso en que puedan ponerse las bases fundamentales de un estado sin estos peligros; pero sí que ellos son de mayor trascendencia cuando se combinan con los que amenazan la seguridad pública. Mientras se discuten las materias constitucionales, mientras se trabaja por conciliar las opiniones divergentes, mientras los fondos públicos se emplean en sostener un numeroso cuerpo de representantes, y mientras el espíritu de partido hace conquistas a la sombra de una investigación ingenua sobre los derechos del pueblo, los enemigos se aprovechan de estos entretenimientos liberales, y ocupados de un solo objeto triunfan paulatinamente, o por lo menos prolongan la guerra a expensas de la sangre de los que suspiran por una constitución”.

Dos ejemplos contrastantes le daban, en su análisis, la razón. Mientras Río de la Plata enfrentaba una diversidad de situaciones que complicaban su panorama político, entre ellas “el espíritu de localidad fomentado por el jefe de los orientales[34] con la capciosa oferta de una constitución federativa”, y la continuación de la guerra, en Chile se había dictado un texto provisorio que “tiene por lo menos la ventaja de la simplicidad de su forma, y de diferir el establecimiento definitivo del gobierno, para cuando el congreso nacional pueda reunirse, con plenas garantías de la estabilidad de sus instituciones”[35].

El 10 de noviembre recalcó la necesidad de postergar el goce de ciertos derechos, argumentando que la revolución de independencia tenía por finalidad recuperar la libertad política y la libertad civil, destacaba que la primera había sido usurpada por un conquistador, y la segunda, atacada por los depositarios de los poderes supremos. Lograda la independencia se podría, a su juicio, gozar de los derechos que de ella emanaban: “administración absoluta de nuestros negocios, el comercio con todas las naciones que quieren concurrir a nuestros mercados, la libertad de la industria, sin más límites que los que ella tiene por sí misma, la aplicación de las rentas públicas a los objetos útiles al país” y, en fin, todas las ventajas que corresponden a un gobierno propio. Mientras tanto, ellos tendrían un carácter provisorio, y su extensión quedaba supeditada al objetivo prioritario

Los gobiernos que se habían conformado no podían, a su juicio, tener más obligaciones que las que se derivaban del objetivo de su institución: “salvar al país, dirigir la guerra contra los españoles, y ponernos en aptitud de constituir un estado monárquico o republicano, según dicte la experiencia”[36].

Las ideas de Monteagudo ya habían sido comprendidas por el recién organizado gobierno del Perú, del cual él formaba parte. El general San Martín no dictó una Constitución, sino que un Reglamento (12 de febrero 1821) y luego promulgaría un Estatuto Provisional (8 de octubre). En el preámbulo de ambos textos se insistía en la idea de la provisionalidad de ellos, mientras se creaban las bases sólidas sobre las que en el futuro se asentaría una constitución definitiva, lo que las circunstancias actuales obligaban a diferir hasta tanto no se consolidara la independencia completa del territorio peruano.

La influencia de Monteagudo en la Sociedad Patriótica fue total. Para comprobar esto basta con señalar que el periódico de ella, es decir, El Sol del Perú, se publicó hasta el día 27 de junio de 1822, es decir, 2 días después de su alejamiento –involuntario, por cierto— de su cargo ministerial. Otra prueba de ello es factible hallarla en la existencia de dos ediciones que están signadas con el número 4, una del 4 de abril de 1822 y la segunda del día 12 siguiente. ¿Qué ocurrió? Nada más simple que la censura de la primera de ellas por parte del influyente ministro del Protector, pues contrariamente a las ideas que él sostenía, en sus páginas se había dado cabida a la Memoria que a la Sociedad había presentado Manuel Pérez de Tudela el 8 de marzo pasado, en la que propiciaba el establecimiento de un gobierno republicano en el Perú.

III. Las Memorias Sobre el Sistema de Gobierno que Perú Debía Adoptar

El periódico de la Sociedad Patriótica llevaba por título El Sol del Perú, nombre con el que evidentemente se hacía una analogía simbólica con el despertar generado por la llegada de la luz, es decir, de las “nuevas ideas”.

En total se editaron 11 números (incluyéndose en la cuenta el doble Nº 4), entre el 14 de marzo y el 27 de junio de 1822. Como la mayoría de los periódicos de aquella época, no se trataba de medios informativos noticiosos que pretendieran informar, en el sentido que hoy concebimos como rol fundamental de la prensa. Más bien su función era crear una opinión pública favorable a la causa que se sostuviera, pues igual finalidad es posible encontrar entre los “medios de prensa” realistas[37].

Dos fueron las memorias referentes al tema del sistema de gobierno que el Perú debía adoptar que se publicaron en ese periódico. La primera de ellas fue presentada por el sacerdote José Ignacio Moreno el 1º de marzo de 1822[38]

Este autor inició su intervención postulando que “el gobierno toma distinta forma, según se difunde el poder político, comunicándose por los primitivos pactos sociales a uno, a algunos, o a todos los miembros del Estado”, es decir, concentrándose (como en el caso de las monarquías) o difundiéndose en distintos grados (como ocurre en las democracias). Ahora bien, esta dispersión estaba, en su criterio, “en razón directa de la ilustración y civilización del pueblo, y en razón inversa de la grandeza del territorio que ocupa”. En otras palabras, a mayor civilización y cultura mayor participación en el gobierno; a mayor extensión territorial, mayor concentración del ejercicio del poder.

Para comprobar su primer aserto, Moreno utilizó la historia sagrada y la profana: “hizo ver, que en la infancia de los pueblos en medio de la ignorancia y simplicidad de costumbres, no aparece casi alguno que no hubiese estado sujeto a reyes, o por su libre consentimiento, o por la fuerza de las armas”, a lo que agregaba que en la medida en que aumentaba la ilustración de los pueblos, estos reflexionaban sobre sí mismos y empezaban a establecer la democracia, efecto al que coadyubaba la reflexión provocada por la tiranía de los reyes.

Pero también existían consideraciones filosóficas y políticas. Para Moreno, al adquirir mayores conocimientos, es decir, mayor educación, el pueblo conocería sus verdaderos intereses. El deliberar sobre ellos es la esencia de la democracia, sistema al que califica de “refinamiento de la política” y que en consecuencia suponía, para su práctica, de “luces avanzadas sobre la naturaleza de la sociedad civil”. Para el autor la democracia era “un medio reflexivo buscado de intento para curar el mal de la tiranía, que jamás pudo conocerse bien antes de experimentarse”. Para el Perú, en esos instantes, era mejor la concentración del poder, pues así se evitaban las divisiones internas, y era el sistema “más conforme a la naturaleza” del país. Además, la monarquía --porque de este sistema esta hablando, aunque en su escrito no ha insertado la palabra todavía--, no exigía grandes esfuerzos para ser justificada, pues hallaba su base en el modelo del poder paterno.

La conveniencia de adoptar el sistema monárquico radicaba en que el país podía considerarse en la infancia de su ser político, pues recién empezaba “a abrir los ojos a la luz, y esta no puede comunicarse en un momento a todas las clases de ciudadanos”; la gran masa yacía “en las tinieblas de la ignorancia, porque el gobierno anterior jamás cuidó, como debiera, de remover los obstáculos de la instrucción y civilización”. Por consiguiente, el pueblo no estaba en condiciones de conocer y calcular sus propios intereses, lo que lo obligaba a ponerse “en manos de uno solo, que, ayudado de las luces de los sabios, y moderado bajo el imperio de las leyes fundamentales que establezca el congreso nacional, lo gobierne y conduzca al alto punto de grandeza, prosperidad y gloria a que puede y debe aspirar”.

Por otra parte, la diversidad cultural que encierra el Perú, la multiplicidad de castas, todas con “inclinaciones y miras […] tan opuestas, como los diversos matices del color”, implicaba un alto riesgo de discordia interna si se establecía un gobierno democrático. El sentimiento patriótico no era suficiente para concordar opiniones ni ánimos: “un pueblo que todavía no tiene las luces necesarias para comprender todo el sentido y energía de esta palabra, y que por sus antiguas habitudes no es capaz de sentir sus vivas impresiones, no puede elevarse en un momento a ese grado de virtud que, según Montesquieu, es como el alma del gobierno republicano”.

Por último, consideraba que el Perú estaba acostumbrado a este sistema, “a las preocupaciones del rango, a las distinciones del honor, a la desigualdad de fortunas, cosas todas incompatibles con la rigurosa democracia”. Esto no era únicamente aplicable a los grupos blancos de la población, sino que también a los indígenas: “no hay uno entre ellos todavía que no refresque continuamente la memoria del gobierno paternal de sus incas, de esos hombres extraordinarios, que hasta en las conquistas de las provincias de que se formó el Tahantinsuyo, no se proponían sino la mira benéfica de hacer felices a los habitantes sacándolos de la clase de bestias, para elevarlos a la dignidad de hombres. Pretender pues plantificar entre ellos la forma democrática, sería sacar las cosas de sus quisios, y exponer el Estado a un trastorno, por un error semejante al que han cometido las Cortes de España”.

Para comprobar su segunda proposición, es decir, que a los territorios de mayor extensión territorial convenía más la concentración del poder, argumentó, en primer lugar, que la democracia solamente se había aplicado en estados de corta extensión, tales como Atenas, Tebas y otras ciudades, “mientras que en la vasta y dilatada extensión del territorio de la Asiria, de la Persia, y Media, y del Egipto, siempre se restringió el poder a uno solo en calidad de Rey”. Agregó que en la antigua Roma, en la misma medida en que se expandía el territorio, aumentaban las discordias internas, por lo que tuvo “que rendirse a la necesidad de sujetarse al poder de uno solo en la persona de octaviano, y de sus sucesores en el Imperio”.

La evidencia de esto era tan clara que bastaba con examinar someramente el caso de la Francia de la revolución, una “grande nación” que había tratado de alterar su sistema monárquico y de imponer una democracia.

Moreno ofreció a la Sociedad Patriótica el fruto de sus reflexiones: “El poder político, dijo, para equilibrarse y guardar aquella proporción que lo conserva y perpetúa, es menester que, cuanto más gane en extensión, tanto más se concentre y recoja en las personas que lo ejercen; y recíprocamente, cuanto más se divida en las personas más se acorte en la extensión sobre que obra: por el principio general de que toda fuerza, sea la que fuere, es necesario que se fortifique, y no puede fortificarse sin unirse, para obrar sobre una grande masa”, y como corolario concluía que la distancia a que se ubicasen los ciudadanos, en relación con el centro del poder, disminuiría la actividad y rapidez del poder real, y en una democracia, anularía los derechos, “pues debiendo ser en esta forma popular, cada ciudadano monarca y vasallo a un mismo tiempo en cuanto concurre a hacer la ley que el mismo está obligado a obedecer, la distancia le impediría ser alguna vez monarca, por no poder concurrir por sí mismo a hacer la ley, dejándolo siempre en la clase de vasallo, porque siempre estaría obligado a obedecer”. La situación aludida por este autor se subsana mediante el ejercicio de la representación, pero en su criterio ello no era así por cuanto en la verdadera democracia el sufragio es siempre personal.

Por otra parte, en un territorio extenso no siempre va a existir la misma voluntad, o los mismos acuerdos. Cada localidad tiene sus propios problemas y aspiraciones. De ahí surgirá, seguimos a Moreno, el despedazamiento del Estado. Todo esto lo llevaba a concluir que: “No es adaptable pues la forma democrática al Perú, visto de un aparte el estado de su civilización, población, y costumbres, y considerada de otra la grandeza de su territorio; y el amor sincero y ardiente de la patria levanta su voz para decir con Ulises al tiempo de reunir este a los griegos delante de las murallas de Troya, No es bueno que muchos manden, uno solo impere, haya un solo Rey”.

La segunda memoria leída ante la Sociedad fue la que presentó Manuel Pérez de Tudela[39], quien inició su análisis desde la constitución de las sociedades, formadas para el socorro mutuo de sus integrantes, asegurando por ello que la forma de gobierno que adoptasen estaba en estrecha vinculación con las necesidades y las facultades propias de sus integrantes.

Por su parte, las circunstancias que se presentaren en un momento dado determinaban los deberes y derechos recíprocos, pudiendo alterarse la forma de gobierno:

“En los tiempos primitivos no pudieron hacerse observaciones exactas. Procediendo los hombres a tientas según sus necesidades, obedecían a las circunstancias como por instinto, y formaban, o alteraban su gobierno, menos por razón que por inquietud. Hubo es verdad algunos pueblos privilegiados en donde la sucesión de usos se dirigía constantemente a la perfección de la sociedad; pero también hubo otros, en los que una revolución sucedía a otra sin la menor reforma, hasta sepultarse en la servidumbre tumba de las naciones”.

Para la conformación de la sociedad civil, cada individuo que la conforma, ha cedido parte de su propia libertad en aras de la formación de un orden que permita cumplir con los elementos que para Pérez de Tudela son la esencia de ella, es decir, la libertad de los asociados, la seguridad de las fortunas, la igualdad ante la ley, la reunión contra el enemigo común, la fidelidad hacia los pactos y la oposición al que intente perturbar el orden. De ahí surgían, entonces, preguntas cruciales que en el fondo no representan otra cosa que la necesidad de establecer un gobierno: “¿Cómo afianzar esa libertad y seguridad? ¿Qué medidas serán bastantes para asegurar al ciudadano la propiedad de sus bienes y fortuna? ¿Con qué precauciones se hará la reunión contra el enemigo común? ¿En qué ocasiones será lícito perjudicar a otro? ¿De qué manera se hará la oposición a los que intentan trastornar el orden?”.

Señala Pérez de Tudela que algunos pueblos habían confiado la administración a una persona sujeta a leyes fundamentales (monarquía constitucional), que en otras partes era un sector de la sociedad el que manda (oligarquía), y que “en no pocas se ha dividido la soberanía entre diferentes cuerpos y magistrados, anhelando por un equilibrio que evite la preponderancia, la reunión de los tres poderes, y la autoridad absoluta y arbitraria”. Este equilibrio entre el monarca y los cuerpos era, a su juicio, difícil de lograr pues siempre tratarán de limitarse mutuamente, transformándose, en definitiva, en algo casi imposible, un fantasma, según sus propias palabras.

Según el pensamiento de Pérez de Tudela, la naturaleza de un gobierno libre (democrático) consistía en regir o reglamentar la utilización del poder soberano, “de modo que los ciudadanos sean sustraídos de toda autoridad arbitraria, y que la fuerza sea empleada únicamente en reprimir la licencia”. El Perú era un pueblo libre e independiente, y la forma que adoptase para su gobierno dependerá de la decisión que su pueblo adoptaría espontánea y soberanamente.

Cerrando el círculo con su planteamiento inicial, sostenía que la forma de gobierno a adoptar debería ser la que exigieran las necesidades y las facultades, combinadas con las circunstancias, y consecuentemente con esto, ilustraba las circunstancias en que vivía el Perú en materias tales como rentas públicas, situación de su agricultura, industria, comercio y minería, actividades todas que se habían visto afectadas por la guerra. Era necesario, entonces, que “el sol del Perú pierda la palidez que ha sufrido por más de tres centurias, y esparza sobre sus hijos esos rayos benéficos y llenos de esplendor”. Sólo entonces se podría decidir por tal o cual forma de gobierno. ¿Por cuál se optaría? El autor no lo dice directamente, pero es más que claro al decir “el impulso que se ha dado a la opinión contra el realismo para plantar el árbol de la libertad es general en todo el continente, y estas ideas dejan en los espíritus unas semillas, que no se pueden fácilmente arrancar”, agregando que se había adelantado en la adquisición de conocimientos, y que el pueblo había empezado a examinar sus derechos.

Contrariamente a lo que otros podrían haber manifestado, señala que en el Perú existían las luces[40]: “Guardémonos de decir que no hay luces en el Perú. El que al acento sagrado de la libertad permanece aún en su antigua apatía, y conserva esas ideas góticas, es indigno del nombre peruano. Él perjudica al sistema infundiendo el desaliento en los pueblos aún esclavos. Él prepara la división de la capital con las provincias, y sostiene el yugo de nuestros antiguos opresores. No: jamás el indígena será un obstáculo para la elección de un gobierno sabio y paternal. Patriota por naturaleza ha procurado siempre aunque con mal suceso recobrar la antigua independencia del Perú”. El descendiente de africano igualmente defendería su libertad y el blanco estaba olvidando las distinciones propias del antiguo régimen: “¿No lo veis olvidado de sus títulos, de sus humores, de su rango cooperar gustoso a la independencia del Perú?”.

Entonces no había ninguna coincidencia con lo planteado por Moreno, lo que quedó claramente demostrado cuando manifestó “hay pues heterogeneidad en los colores, no en el espíritu, no en el carácter, no en el deseo de la felicidad común. El hombre ama naturalmente su bienestar; y el alma es igual en todos los ángulos del planeta que habitamos”.

El proceso que se vivía, había dado existencia política al Nuevo Mundo, y los libertadores no lograrían una obra perfecta si desatendían al bienestar general de los americanos. Las circunstancias que se vivían colocaban a los gobiernos en la disyuntiva de inclinarse “a la libertad o a la servidumbre”; pero todos aspiraban a la libertad, por lo que “el gobierno pues del Perú no debe ser otro, que el que exijan sus necesidades y ventajas combinadas con las circunstancias”, y de ello habría que responder: “seríamos responsables a nuestra numerosa posteridad eligiendo un gobierno contrario a los augustos e inmutables fundamentos que dan para una feliz constitución, la localidad, la opinión, las luces, el espíritu público, y últimamente la imperante marcha de los sucesos, y la tendencia general de los hombres y los pueblos”.

Lejos estaba este escrito de avalar las posiciones monarquistas de personajes como Moreno y Monteagudo, y por ello el número completo de esta edición fue censurado por el ministro de Estado. Curiosamente, en la edición siguiente, el nuevo número 4, se agrego una explicación que destaca el valor de la variedad de opiniones en los temas que se discutían en la Sociedad. Allí se insertó una intervención de Pérez de Tudela que dice como sigue: “El señor Pérez de Tudela manifestó con mucha elegancia, que no había aún datos bastantes para determinar la forma de gobierno más conveniente, y concluyó diciendo: “el gobierno del Perú no debe ser otro que el que exigen sus necesidades y ventajas, combinadas con las circunstancias; proponiéndose por base de su constitución la precisa e indispensable consideración de reunir para formarla las causas constantes, que influyen siempre en un país, y las causas variables que siguen el progreso de las luces, de los intereses del espíritu nacional y de la opinión”[41]. Como se habrá notado, en este párrafo se excluyeron las alusiones finales de la memoria que referían el interés del pueblo.

A continuación se incluyó una intervención de José Cavero y Salazar, quien expresó que “la América estaba preocupada contra la monarquía, porque había sufrido bajo el yugo español; y era preciso despreocuparla en esta parte, haciendo que distinga la esencia de la autoridad monárquica, de su abuso o demasía, probando que un gobierno monárquico moderado, puede ser libre y feliz”[42]. Se establecía, entonces, una sutil diferencia en partida doble. Por un lado se decía lo que el mismo Pérez de Tudela había dicho, pero al extirparse de su intervención la referencia a la voluntad de los pueblos, que en su lógica argumental era el punto clave para decidir entre un sistema u otro, se mediatizaban sus expresiones, las que ahora solo se transformaban en un llamado a determinar cuáles eran las realidades del Perú para poder decidir de buena forma. Por otra parte, con el párrafo de Cavero y Salazar se establecía que no todas las monarquías eran iguales, por lo que tal opción no debía descartarse a priori.

El tema estaba causando polémica, quizás más allá de lo que Monteagudo hubiese deseado. En el fondo se buscaba, bajo su dirección, una suerte de aval intelectual peruano para el establecimiento del sistema monárquico constitucional, y no deja de ser sintomático que tras la presentación de la memoria de Pérez de Tudela, este tema desapareciera de las páginas del Sol del Perú.

Notas

[1]

Sesiones de los Cuerpos Legislativos, tomo IV, pp. 232-233. Volver.

[2]

La nota de O’Higgins al senado y la respuesta de éste en Sesiones de los Cuerpos Legislativos, tomo IV, pp. 326 y 388, respectivamente. Volver.

[3]

Archivo de don Bernardo O’Higgins, tomo XII, pp. 122 y 123, respectivamente. Volver.

[4]

Diego Barros Arana, Historia General de Chile, tomo XIII, p. 77). Volver.

[5]

Se refiere a una comunicación, que transcribe, del Virrey Pezuela al Embajador español en Río de Janeiro. Volver.

[6]

Diego Barros Arana, Historia General de Chile, tomo XIII, p. 78. Volver.

[7]

Citado por Barros Arana, Historia General de Chile, tomo XIII, p. 79. Volver.

[8]

Citado por Patricia Pasquali, San Martín. La fuerza de la misión y la soledad de la gloria. Planeta, Buenos Aires, 1999. p. 352. Volver.

[9]

Basil Hall, Con el general San Martín en el Perú. Editorial Yapeyú, Buenos Aires, 1949, pp. 124-125. Volver.

[10]

Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VII, Vol. 4, p. 254. Volver.

[11]

Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VII, Vol. 4, pp. 254-255. Volver.

[12]

Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VII, Vol. 4, p. 255. Volver.

[13]

Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VII, Vol. 4, p. 256. El resto de los artículos solo disponen nombramientos y reglamentan materias netamente administrativas. Volver.

[14]

Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo VII, Vol. 4, p. 255. Volver.

[15]

Hall, Con el General San Martín… p. 135. Volver.

[16]

Ambos textos en Archivo de don Bernardo O’Higgins, tomo VIII, pp. 136-137. Volver.

[17]

Pensamiento Político de la Emancipación (1790-1825), tomo XXIV de la Biblioteca Ayacucho, pp. 159-160. Volver.

[18]

Colección Documental de la Independencia del Perú, Prólogo al tomo XI, Vol. 2. Volver.

[19]

Pensamiento Político de la Emancipación (1790-1825). Biblioteca de Ayacucho, tomo XXIV, p. 158. Volver.

[20]

Colección Documental de la Independencia del Perú. Tomo VII, Vol. 4, p. 283. Volver.

[21]

Diego Barros Arana, Historia General de Chile, tomo XIII, p. 516. Volver.

[22]

Archivo de don Bernardo O’Higgins, tomo VIII, p. 204. Volver.

[23]

Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana. Eudeba, Buenos Aires, 1977. Tomo II, pp. 416-419. Volver.

[24]

Agrega Mitre que para San Martín la república era la forma de gobierno más lógica, pero que su criterio práctico lo impulsaba a sacrificar esos principios. Cita en beneficio de estos dichos el siguiente texto del libertador: “Los males que afligen a los nuevos estados de América, no dependen de sus habitantes y sí de las constituciones que los rigen. Creo que es necesario que las constituciones que se den a los pueblos estén en armonía con su grado de instrucción, educación, hábitos y género de vida, y que no se les deben dar las mejores leyes, pero sí las más apropiadas a su carácter, manteniendo las barreras que separan las diferentes clases de la sociedad, para conservar la preponderancia de la clase instruida y que tiene que perder”. Mitre no indica la procedencia de este texto, pero se trata de una carta que San Martín dirigió a O’Higgins, desde París, en 1833, lo que lo invalida cronológicamente (Archivo de don Bernardo O’Higgins, tomo IX, p. 62). Otros textos sanmartinianos también indican la misma idea, como la carta que dirigió en 1846 a Francisco Antonio Pinto, en la que se puede leer “su afortunada patria ha resuelto el problema (confieso mi error, yo no lo creí) de que se pueda ser republicano hablando la lengua española […] En resumen el mejor gobierno no es el más liberal en sus principios sino aquel que hace la felicidad de los que obedecen empleando los medios adecuados a este fin” (Archivo de don Bernardo O’Higgins, tomo IX, pp. 109-110). Más claro aún es el de carta dirigida a Pedro Palazuelos en 1842: “Yo no soy de los que creen que es necesario dar azotes para gobernar; pero sí el que las constituciones que se den a los pueblos estén en armonía con su grado de instrucción, educación, habitudes, género de vida, etc.” (Archivo de don Bernardo O’Higgins, tomo IX, p. 125). Por su datación, estos textos permiten al menos afirmar que tales ideas se enraizaron en San Martín. Volver.

[25]

Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXIII, Vol. 1, p. 376. Volver.

[26]

Colección Documental de la Independencia del Perú, tomo XXIII, Vol. 1, pp. 376-377. Volver.

[27]

Pensamiento Político de la Emancipación (1790-1825). Biblioteca de Ayacucho, tomo XXIII, pp. 295-296. Volver.

[28]

Pensamiento Político de la Emancipación (1790-1825). Biblioteca de Ayacucho, tomo XXIII, p. 298. Volver.

[29]

Pensamiento Político de la Emancipación (1790-1825). Biblioteca de Ayacucho, tomo XXIII, p. 302. Volver.

[30]

Pensamiento Político de la Emancipación (1790-1825). Biblioteca de Ayacucho, tomo XXIII, pp. 302-303. Volver.

[31]

Pensamiento Político de la Emancipación (1790-1825). Biblioteca de Ayacucho, tomo XXIII, p. 304. Volver.

[32]

Los Andes Libres, 6 de octubre de 1821. Volver.

[33]

Los Andes Libres, 3 de noviembre de 1821. Volver.

[34]

Clara alusión al federalismo de corte más radical sostenido por José Gervasio de Artigas. Volver.

[35]

Los Andes Libres, 3 de noviembre de 1821. El texto constitucional chileno de 1818, efectivamente, no fijaba una fecha para la renovación del gobierno que, en esos momentos, detentaba O’Higgins, y en su título IV, artículo 1º señalaba claramente que la elección del Director Supremo “ya está verificada”, estableciéndose en el número 23 que “en caso de renuncia o muerte, entrará a reemplazar su lugar, hasta la celebración del Congreso, el que inmediatamente nombrará el Senado”. Volver.

[36]

Los Andes Libres, 10 de noviembre de 1821. Volver.

[37]

Cristóbal Aljovín de Losada en su estudio “La Constitución de 1823”, en Scarlett O’Phelan, compiladora, La Independencia del Perú. De los Borbones a Bolívar, Instituto Riva-Agüero, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2001, p. 358, señala a este respecto lo siguiente: “El debate formado por la Sociedad Patriótica escapó de los recintos académicos y se expandió con miras a conquistar la “opinión Pública”. El mismo San Martín tuvo una política clara de fomentar una opinión favorable a su causa. Según él, la opinión pública estaba de su lado y quería demostrarlo estimulando y dando organicidad a la discusión política. Cabe recordar que la concepción de “opinión pública” y sus expresiones en la vida cotidiana ya estaban bien presentes en el ambiente limeño desde, al menos, la crisis de la corona española iniciada en 1808. De allí la importancia de la prensa, pasquines, panfletos y otros medios escritos así como de las expresiones orales, como, por ejemplo, los sermones. La misma Sociedad Patriótica planeó tener dos periódicos para fomentar el desarrollo de la opinión pública, uno semanal y el otro cada cuatro meses”. Volver.

[38]

Todas las citas de la disertación de Moreno están tomadas de la edición del Sol del Perú correspondiente al 28 de marzo de 1821. Volver.

[39]

Como en el caso anterior, las referencias están tomadas de la edición del 4 de abril de 1822 del Sol del Perú. Volver.

[40]

Quizás uno de los mejores avales de esta idea sea la existencia del Mercurio Peruano, cuyos ejemplares digitalizados pueden consultarse en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/IndiceTomosNumeros?portal=0&Ref=12130. Volver.

[41]

Sol del Perú, 12 abril 1822. Volver.

[42]

Sol del Perú, 12 abril 1822. Volver.

 

Sitio desarrollado por SISIB, Sistema de Servicios de Información y Bibliotecas - Universidad de Chile, 2004