Volumen 3, Nº1 Agosto de 2006

La Canonización del Orden Público: 1833

 

 

Autor
Cárcamo Sirguiado, Ulises
Filiación

Universidad de Chile

Cita
Cárcamo Sirguiado, Ulises. La Canonización del Orden Público: 1833. Revista de Estudios Históricos, Volumen 3, Nº 1. Agosto de 2006.

La Canonización del Orden Público: 1833

El desarrollo de los estudios históricos sin duda plantea un problema, ya que es indispensable relacionar el pasado con la vida presente. En este sentido resulta válido interrogarse acerca de la utilidad que la historia puede prestar para el estudio del presente.

Al respecto, Marc Bloch afirmaba su discrepancia con respecto a la noción de que la historia era una ciencia que se ocupaba del pasado y, por consiguiente prefería señalar que se trataba de una disciplina de los hombres en el tiempo, atendiendo así a sus características humanas y sociales[1].

Del mismo modo, es posible afirmar que el pasado es una construcción y reinterpretación constante de las actividades de los seres humanos en sociedad.

Aún prevalece el tema de la relación de la historia con la vida presente, ya que es posible concebir que la historia es también “vida que ya se fue” y por tanto no se puede recuperar, pero, por otra parte, aquella nos permite comprenderla y emprender acciones presentes.

Al tratar de establecer relaciones entre estos dos aspectos mencionados, Friedrich Nietzche[2], genera la distinción entre tres tipos de historia: monumental, anticuaria y crítica.

Así, existiría una historia monumental, en tanto se construyen relatos sobre momentos grandiosos a fin de entusiasmar y fortificar el sentimiento de lo que un día existió, así como la idea de su posible reiteración. En tal sentido, el pasado es construido como una imagen digna de imitación, con lo que al tratar de brindar una esperanza de redención del presente, estamos conjuntamente sesgando el contexto social en que glorias existieron, provocando una suerte de amnesia colectiva. Así pues, esta historia monumental carecería de la veracidad necesaria para afirmar al ser humano sobre su realidad.

Por su parte, la historia anticuaria, sería aquella práctica de preservar, casi de manera intacta, lo sucedido a manera de patrimonio ancestral. Por medio de este tratamiento, es posible inducir un sentimiento de pertenencia e identidad a un lugar o comunidad, otorgando así al ser humano una sensación placentera sobre la existencia contemporánea al sentir que su ser deviene de un pasado y no de sus acciones actuales las que tiende a minusvalorar. También, esta práctica conduce a un campo limitado de observación, pues cualquier trastorno que se provoque al pasado ya establecido afectaría la estabilidad presente.

La historia crítica, sin embargo, sería diferente a las demás en tanto que cuestiona, salva y condena el pasado, pues en la medida que asumimos que somos resultado de la acción de generaciones anteriores, también somos producto de racionalidades, impulsos, virtudes, defectos y en algunos casos aberraciones. Sin embargo, a través de este tipo de historia podremos comprender que somos el resultado de una generación que fue, a su vez, producto de otra y así sucesivamente. Vale decir, establecemos la concepción de que el presente es resultado de un proceso que obedece a la intervención de múltiples variables.

Estas ideas nietzchianas, que fueran rescatadas por Martin Heidegger, bajo la forma de temporalidad, para explicar su concepto de historicidad del ser, de alguna manera mantienen relación con lo que contemporáneamente se discute bajo el rótulo de modos de hacer historia, pues cada modo no tan sólo tiene una metodología sino que además mantiene un propósito determinado. Así, en el caso de la Historia del Derecho, por ejemplo, Jaime Eyzaguirre señala que su propósito es estudiar el pasado jurídico, es decir la concepción dinámica de la idea del derecho y de sus realizaciones[3].

Respecto de lo anterior, y particularmente en el caso de Chile, muchos autores que pudieran ser articulados en torno de la denominada Escuela Chilena de Historia del Derecho[4], centran su labor historiográfica básicamente en la concepción del fenómeno jurídico como una realidad independiente de los contextos sociales en que se genera, es decir dicho fenómeno se desarrollaría aislado de cualquier condicionante económica o social presente en la realidad, pues nada más dependería de la voluntad humana.

Lo anterior se explica en el entendido de que muy tempranamente hubo adherentes a esta forma de concebir la historiografía jurídica que entendieron que su labor poseía un carácter científico pero con un notorio sentido filosófico. Así, por ejemplo, lo observaba Aníbal Bascuñán, al afirmar que:

“La Historia del Derecho es una ciencia o, mejor, una disciplina científica que tiene fines en si, algunos de los cuales pueden ser derivados a una aplicación útil, otros solo sirven de alimento espiritual (...) el verdadero historiador --no el "datólogo"-- se ocupa --nada más y nada menos-- de "actualizar el pasado en su espíritu", como tan enjundiosamente dijera Benedetto Croce”[5].

Por otra parte, en la década de 1940 ya se concebía al estudio histórico del fenómeno jurídico como una forma especial de investigación que no se relaciona de ninguna manera con el tradicional quehacer historiográfico. De esta manera, Carlos Hamilton aseguraba enfáticamente que “la Historia del Derecho es una parte de las Ciencias Jurídicas, y una disciplina importante en el estudio científico del Derecho”[6].

Más aún, el estudioso procura esbozar una categorización conceptual al señalar que la Historia del Derecho no consiste en una narración temporal de hechos y doctrinas jurídicas, sino que más bien en “una filosofía jurídica, como una mirada a las leyes, instituciones, costumbres e ideas del pasado. Es una filosofía y teología del derecho, con la base de los datos entregados por la investigación de las leyes del pasada y del cuadro de fondo de eras legislaciones”[7].

La exposición que realizaran estos formadores deja claro que el centro de atención está puesto más en el elemento jurídico que en el histórico. En consecuencia, no es de extrañar que se haya formado un grupo de intelectuales que en la actualidad comparte, en alguna medida, esta visión que se ha transformado en predominante.

Sin embargo, hacia fines de la década de 1960, surgieron algunas voces que considerando que las investigaciones desarrolladas podían incurrir en graves sesgos, apelaban a efectuar los análisis de distinta forma. Así, por ejemplo, Manuel Salvat advertía que

“Si se prescinde de la perspectiva histórica en los estudios de derecho se obtendrá como producto monstruos convencidos de que la ley es la única forma de crear derecho. Aceptarán, sin ninguna discusión, que quien tiene la potestad legislativa tiene la autoridad de hacer derecho, con lo que los juristas se convierten en simples servidores de la ley y pierden su libertad creadora e interpretativa”[8].

En la actualidad existe la convicción de que no es posible estudiar los fenómenos jurídicos sin considerar los contextos históricos en los que se generan, por lo que para llegar a formular una adecuada interpretación, resulta necesario proceder de manera aguda en la comprensión de las circunstancias políticas, económicas y sociales que rodean al fenómeno. Al respecto, Eric Palma recuerda que: “el Derecho surge en un medio social dado para resolver conflictos de interés. Las normas jurídicas están al servicio de dicha solución. Son instrumentales y como tales, objeto de disposición por los poderes que se expresan en la sociedad”[9].

De esta manera, el hecho de prescindir de la política al momento de examinar la historia que rodea a la gestación de las normas jurídicas, involucra diversas dificultades, entre las que destaca el desarrollo de un sesgo ideológico que impediría observar adecuadamente los conflictos que se encuentran en los procesos de configuración de las sociedades.

En relación con esto, resulta conveniente recordar a Michel de Certau cuando afirmaba que “Toda investigación historiográfica se articula en una esfera de producción socioeconómica, política y cultural”[10], por lo que al momento de efectuar un estudio respecto de la sociedad es ineludible la penetración en diversos ámbitos del quehacer humano, ya que la historia no es únicamente el estudio del pasado, planteado éste en términos neutros, sino más bien es el estudio de algo a través de la dimensión temporal.

Es así como, tomando en cuenta lo anterior y considerando la complejidad que involucra el análisis de las relaciones entre realidad social y Derecho, que se recoge la propuesta de Eric Palma, con el objeto de facilitar el examen histórico jurídico, de concebir al Derecho “como expresión de poder e instrumento para la protección de intereses; como producto social, y también, según sea el caso, como instrumento de organización social”[11].

Precisamente, considerando esta última perspectiva es que se procederá a revisar el proceso de creación y de ejecución de la Constitución de 1833, y a analizar el impacto que tuvo el establecimiento de este ordenamiento constitucional en el desarrollo político de Chile.

Para comenzar el análisis, debemos recordar que en forma posterior a la declaración de la Independencia de Chile, y luego de la vigencia de la Constitución provisoria de 1818, en nuestro país se discutieron y elaboraron en asambleas constituyentes tres Constituciones, las que aunque fueron promulgadas para otorgarle a la naciente república un orden jurídico e institucional capaz de resguardar el progreso material de sus habitantes, no tuvieron la duración esperada por su promotores.

En 1833, una convención compuesta por miembros designados y que no eran de representación popular, discutieron, aprobaron y promulgaron una nueva Constitución Política. Este cuerpo legal, según la historiografía tradicional, vino a establecer un verdadero orden conservador, que materializaría el proyecto histórico–social de aquél sector de la oligarquía chilena que había triunfado sobre los pipiolos en Lircay.

Para una adecuada comprensión de lo anterior conviene recordar que en las elecciones del 16 de septiembre de 1829, el liberal Joaquín Vicuña, quien hasta entonces ostentaba el cargo de Intendente de la provincia de Coquimbo, fue elegido como Vicepresidente de la República. Ante esta situación y ante la imposibilidad legal de revertir el resultado eleccionario, los sectores conservadores no se mostraron satisfechos y abogando por restaurar la integridad constitucional, provocan un primer foco de alzamiento, el 4 de octubre, en la provincia de Concepción.

En el norte del país, en tanto, se apreciaba una situación distinta, pues el Gobernador Local de Copiapó, Santiago Escuti, estipuló lo siguiente:

“Ordeno y mando se haya y reconozca por tal Presidente de la República al señor General Don Francisco Antonio Pinto y como Vicepresidente de la misma al actual Señor Gobernador Intendente de la Provincia Don Joaquín Vicuña. Publíquese por Bando y circúlese que es fechado en Copiapó a veinte y dos días del mes de Octubre de 1829”[12].

A pesar de lo anterior y del posible ambiente de tranquilidad, la conspiración contra el orden establecido se fraguaba sobre la base de dos figuras principales, Francisco Sáenz de la Peña, y Pedro Uriarte.

El primero era afín al movimiento pelucón, además de amigo y admirador de Diego Portales, por lo que, habiendo tenido noticias del levantamiento en Concepción, a través de Uriarte, procedió a conformar un grupo de personas para apoyar los anhelos de sus amigos políticos de Santiago. Entre estos congregados se encontraba el ya mencionado oficial de Artillería Pedro Uriarte.

Contando con el apoyo de una compañía de Artillería, el 15 de diciembre de 1829, Sáenz de la Peña, sus aliados y más de un centenar de campesinos se levantó en armas, en La Serena, apropiándose del gobierno y autoproclamándose Intendente a través de un Bando ya que no contaba con el pleno apoyo del Cabildo[13].

En poco tiempo, los sublevados controlaron prácticamente toda la provincia, hicieron publicar sus resoluciones en todas las villas y ciudades y, además, comunicaron a Santiago que los sectores conservadores dominaban la situación.

Un acontecimiento inesperado, vino entonces a adquirir gran relevancia a nivel nacional. El 19 de diciembre, llegó por mar a Coquimbo el designado Presidente Francisco Ramón Vicuña[14], cuyo propósito era establecer en La Serena su sede de gobierno, por considerarla una zona más segura y amistosa, sin saber que el nuevo gobierno de facto era proclive a Prieto. Rápidamente, el Presidente y su comitiva fueron hechos prisioneros[15].

Por otra parte, las nuevas autoridades locales tuvieron que enfrentar una nueva amenaza. A fines de enero de 1830 Ramón Freire arribó a la zona, con el propósito de sofocar definitivamente la rebelión, pero no pudiendo hacerlo decidió retirarse a mediados de febrero, por lo cual muchos de sus partidarios decidieron emigrar hacia el Perú.

Posteriormente Pedro Uriarte, producto de sus ambiciones de poder consideró que era tiempo de luchar contra el Intendente, por lo que luego reunir algunas tropas, proclamó el alzamiento derrocando a Saenz de la Peña y a sus amigos el 21 de marzo de 1830. Al día siguiente, sin embargo sucedió algo inesperado, pues en una asamblea reunida con el propósito de examinar la situación, se acordó que “la provincia de Coquimbo se declara libre e independiente; no reconoce autoridad ninguna de los de afuera de su territorio hasta que haya un gobierno legalmente constituido”[16], y tras ratificar a Uriarte como comandante de las fuerzas militares, los vecinos irrumpieron con gritos como ¡Viva la Independencia!, ¡Viva Freire! Seguidamente, la Asamblea provincial, comunicó este acuerdo al partido del Huasco y lo invitó a establecer un gobierno federal[17].

De esta manera, y aunque parezca anecdótico, un tercio del país quedó simplemente a la espera del curso natural de los acontecimientos que se habrían de suceder en la zona central y sur. Algunos autores afirman que de haber intervenido los coquimbanos en la batalla de Lircay, quizás otro habría sido el resultado, puesto que sin embargo de haberse desplazado fuerzas nortinas hacia el sur, éstas no alcanzaron a auxiliar a Freire, y más aún, en las cercanías de Illapel fueron neutralizadas.

Con el triunfo de los opositores al liberalismo en Lircay, el 15 de abril de 1830, y el advenimiento de Portales se pudo instaurar la victoria en todo el país[18]. Así, la pacificación también se hizo sentir en la zona del Huasco:

“Fue necesaria la mano de fierro del ministro Portales para calmar a los ambiciosos; y como consecuencia del rigor de sus medidas, fueron confinados al partido del Huasco e internados hasta Huasco Alto los ciudadanos don Santiago Muñoz Bezanilla, don Julián Navarro y don Felipe Antonio Novoa, sindicados de perturbadores del orden y la tranquilidad pública”[19].

Medidas como la anterior se aplicaron en la generalidad del país, bajo la excusa de restaurar la tranquilidad pública, que supuestamente era solicitada por el conjunto de la población que toleraba la firmeza del nuevo gobierno como un costo necesario para la obtención del orden y el término de los disturbios[20].

No bastó, sin embargo, la ejecución de medidas represivas para mantener la calma. Faltaba crear un nuevo orden jurídico e institucional que legitimara y resguardara la situación de poder alcanzada, pues la Constitución de 1828 no concordaba con la nueva tendencia conservadora que se había impuesto en Chile. De lo contrario, cualquier acto de rebelión encontraría justificación en las arbitrariedades cometidas por el gobierno.

Cabe recordar que la Constitución vigente, en su artículo 133, señalaba que para proceder a su reforma se debía esperar hasta 1836 cuando el Congreso convocara a una gran Convención. En este entendido, los hombres del nuevo régimen imperante comprendieron que no podían aguardar tanto tiempo sin correr el riesgo de perder todo lo obtenido. Así, era necesario generar un instrumento especial para consolidar el mantenimiento de la victoria y, en consecuencia, se procedió a estudiar la redacción de una nueva Constitución Política para el país.

Frente a la institucionalidad vigente, se desarrolló una estrategia de sensibilización de la población en torno a la necesidad de un nuevo orden. El 17 de septiembre de 1830 comenzó a publicarse el periódico El Araucano, con carácter de empresa particular, y a instancias de Diego Portales rápidamente se convirtió en el órgano oficial del gobierno y desde sus columnas José Manuel Gandarillas fue introduciendo la idea del cambio institucional[21].

Desde sus primeros números, este medio de prensa comenzó a inculcar en sus seguidores la idea de la imperiosa necesidad de afianzar el orden público, de moralizar en el sentido de la obediencia a los servicios administrativos, y de contar con un gobierno fuerte. Así, hacia fines de 1830, en una editorial rezaba lo siguiente:

“Los pueblos desean gozar de una libertad organizada, y exigen un sistema de administración firme, estable y vigoroso que no los exponga a esas alteraciones que frecuentemente los inquietan. Con las elecciones de diputados al Congreso, de electores de presidente, de asambleas y de cabildos, está satisfecho el principio de que toda autoridad viene del pueblo. En estos funcionarios están depositadas todas las facultades para nombrar a los subalternos sin necesidad de que los pueblos lo hagan por sí mismos; pero es una irregularidad el que las asambleas elijan los intendentes de que se ha de servir el Presidente, y los cabildos, los gobernadores locales, que del mismo modo dependen de los intendentes, porque nunca puede verificarse esa responsabilidad absoluta que debe tener el gobernante”[22].

De esta manera, el editorialista patentizaba la necesidad de una administración centralizadora y concentradora del poder, desconfiando de cualquier injerencia de la ciudadanía en el ejercicio local efectivo del mismo. Así, se pretendía convencer a los grupos dirigentes de que la libertad o la autonomía de que gozaban ciertas instituciones provinciales podían, eventualmente, ser fuente futura de desorden o anarquía, ya que su existencia y promoción quebraría la unidad administrativa del gobierno.

Por su parte, el 17 de febrero de 1831, la Municipalidad de Santiago elevó al gobierno una petición en orden a modernizar las instituciones administrativas sobre la base de la ineficacia que reportaba la Constitución vigente. Apelando al bien común el municipio solicitó la implementación inmediata del artículo 133. El gobierno tramitó adecuadamente dicha petición ante el Congreso que adoptaría las medidas necesarias para adelantar la reforma constitucional. El 8 de junio de 1831, Manuel José Gandarillas, es su calidad de senador por santiago, presentó un proyecto de ley con el fin de crear la gran Convención que debía encargarse de la reforma.

El Araucano, por su parte, continuaba impulsando el clima de cambio institucional y, como se evidencia en una editorial de julio del mismo año, abogaba por la legitimidad y las funciones transformadoras que poseería la Convención al decir

“sus procedimientos son en nombre de la nación, sus disposiciones tienen toda la fuerza de leyes fundamentales, son obligatorias a todas las autoridades constituidas y no hay ninguna que tenga esa facultad para aceptarlas o repulsarlas en nombre de la nación, de la misma nación que estableció ese cuerpo con el objeto exclusivo de reformar la Carta”[23].

En la misma editorial se ponía énfasis en la necesidad de no dilatar el tiempo para el establecimiento de este organismo, sosteniéndoseque la vacilación tan sólo favorecería al desorden. De esta forma, el medio escrito pretendía influir en los representantes del grupo dirigente a fin de que rápidamente se transformara la realidad institucional del país.

El 1º de octubre de 1831, se promulgó la ley que mandaba formar la Convención siguiendo el modelo establecido en el artículo 133 de la Constitución. En el artículo 14 de dicha norma se disponía que “la Convención no podrá ocuparse en otro objeto que en la revisión, reforma, modificación o adición de la Constitución”[24].

El 20 de Octubre, el Presidente Joaquín Prieto procedió a instalar la Convención bajo la presidencia de Joaquín Tocornal, En la oportunidad, la máxima autoridad de la república señaló a los constituyentes:

“Señores: Reformar la gran Carta es la obra destinada a vuestro saber: vais a registrar los derechos y deberes no de un millón y medio de hombres que pueblan hoy a Chile, sino de las generaciones que deben formar algún día una gran nación de Sudamérica; y como pende de vosotros la dicha o la desgracia de los mortales más dignos, vais también a merecer la execración o las bendiciones de todos los siglos”[25].

De esta manera se corrobora que la idea de las autoridades de turno, no era lograr una simple reforma, sino que, por el contrario, tenían el propósito último de lograr el establecimiento de un nuevo orden institucional, que asegurase el pleno desarrollo del país por siempre.

En la 3ª sesión de trabajo de la gran Convención, el 24 de octubre de 1831, Manuel José Gandarillas patrocinó la idea de que el aspecto fundamental a definir era el tipo de gobierno que había de regir en Chile, insistiendo en las opiniones que ya había manifestado desde la tribuna de El Araucano en torno a la necesidad del establecimiento de una mayor centralización y concentración del poder. Agregaba también la necesidad de suprimir las asambleas provinciales dado lo perjudicial que resultaría su mantención[26].

El 25 de octubre de 1831, se procedió a la elección de la comisión que debía encargarse del proyecto de reforma constitucional, en la se destacarán Manuel José Gandarillas y Mariano Egaña.

La labor de dicha comisión no estuvo exenta de difusión y críticas. Así, por ejemplo, en El Mercurio de Valparaíso, durante noviembre y diciembre de 1831, se publicaron varias columnas de opinión que manifestaban su contrariedad con la intención de suprimir el inciso 6º del artículo 83 de la Constitución, referente a la facultad del ejecutivo de destituir a los empleados del Estado. Incluso se llegó a afirmar que

“La república chilena no tiene que arrepentirse de su código constitucional: él no ha sido el más bello descubrimiento que en política han hecho los hombres hasta el día; y si después de haberlo adoptado no somos felices, si no prosperamos, si no reconocemos los frutos que él produce a nuestros vecinos, la falta no es de nuestras instituciones sino de nosotros mismos”[27].

Sin duda, se advertía como peligroso el establecimiento de la inamovilidad de los funcionarios del Estado, pues al suprimirse el artículo citado, el Presidente ya no podría disponer de sus cargos, lo que según el columnista podría prestarse para abusos y por consiguiente fomentar la marcha ineficiente de las instituciones. Inclusive más, el editorialista llegó a advertir que el entusiasmo por reformar el orden establecido podría generar una crisis, pues analógicamente reflexionaba:

“¿No se ha visto tan recientemente la gloriosa revolución que ha agitado a la Francia, y cuyo ejemplo debe hacer temblar a los tiranos, por solo haber querido Carlos X introducir una reforma en la carta? ¿Y no vemos a las Repúblicas de Colombia, México, Centro América y Buenos Aires, envueltas en continuas revoluciones, las unas por reformar sus pactos y las otras por variar la forma de sus gobiernos? Por otra parte ¿Quién es tan estúpido que no conozca que si el presente Congreso Constitucional ha tenido facultad de adelantar la época de la reforma de nuestra Constitución, el que le suceda no hará lo mismo?”[28].

Como vemos, ese medio de prensa defendía la idea de conservar todo tal y como se hallaba hasta ese momento, manifestando temor e incertidumbre ante cualquier innovación. Sin duda, en el contexto de la reforma, el grupo de interés representado por El Mercurio de Valparaíso, podría efectivamente rotularse de conservador.

En las páginas de El Araucano se sustentaba una opinión en contrario sobre la reforma constitucional, y su argumentación se sustentaba en el interés por alcanzar el bien común (entiéndase que este es el interés del gobierno), al decir: “Nuestro objeto no ha sido jamás el de ocuparnos de pequeñeces sino en aquellas cosas que puedan alterar la tranquilidad pública, o desconcertar la marcha del Gobierno”[29].

Según los redactores de aquel periódico, si bien era cierto que la observancia de las leyes constituía la base de la estabilidad política, la Constitución carecía de los medios eficaces para hacerse cumplir y, por lo tanto, al no poder asegurarse un bienestar a futuro, resultaba imperiosa la modificación. Además, se agregaba que las modificaciones no ocasionarían problemas sociales similares a los de otros países, en tanto

“los chilenos no están acostumbrados a los defectos de la Constitución de 1828, y por esto se han prestado con tanta docilidad a la mera insinuación que se les hizo para corregirlos. […] ¿Se alborotarán los pueblos porque se proporcionan al Gobierno los medios necesarios con que cumplir sus deberes más sagrados?”[30].

Adicionalmente, el columnista advertía que el ánimo de los sectores contrarios a la reforma constitucional se veía motivado no por una defensa del orden y de la libertad, sino que por el contrario, pretenderían establecer una base legal para futuras agitaciones: “toda oposición que se hace a la reforma de la Constitución, es porque se divisa que se van a llenar ciertos huecos que sirven de albergue a los perturbadores. He aquí el verdadero origen de los sustos y temores”[31].

La discusión sobre los asuntos en que debía trabajar la comisión reformadora también se expresaba en otros medios de prensa, como por ejemplo El Hurón[32], en el que se sostenía que la abolición del fuero no sólo debía alcanzar a los militares sino también al sustentado por los eclesiásticos. De hecho, se sostenía que:

“el verdadero espíritu de la Iglesia no exige el fuero; que éste no existió en sus tiempos primitivos, y que hay legislaciones católicas que han desconocido la excepción de litigar y ser reconocidos los eclesiásticos en los negocios comunes, civiles y criminales ante los jueces y tribunales eclesiásticos”[33],

Conjuntamente, se aseguraba que el fuero era propio de un régimen despótico que por medio del otorgamiento de privilegios pretendía nuclear a grupos poderosos en el sostenimiento de las autoridades absolutas, siendo estas prácticas eran muy lejanas del ideal republicano que debiera imperar en el país.

El que la discusión en torno a los elementos que debían configurarse como proyecto de reforma constitucional fuese expuesta a los grupos dirigentes a través de los diversos medios de prensa de la época, sin duda refleja la existencia de diversas corrientes de opinión dentro de una misma elite gobernante. En todo caso, resulta preciso observar que, en buena medida, estos periódicos sobrevivían económicamente gracias a las suscripciones que efectuaba el propio gobierno. Esta situación se comprende en el sentido de que la prensa cumplía un papel muy importante en la gestión gubernamental, pues por una parte servía como herramienta de propaganda y, por otra, otorgaba una sensación de cierto clima de libertad de opinión, lo que legitimaría a las autoridades políticas.

Al respecto, Bravo Lira afirma que el ministro Portales siempre estuvo consciente de la utilidad que reportaba la prensa en tanto vehículo de opinión, tanto para el gobierno como para la oposición, por lo que aplicó una política de libertad tutelada, ya que según sus convicciones un gobierno no podría adquirir la fortaleza necesaria para desarrollar su cometido sin contar con el apoyo de la elite ilustrada [34].

A modo de ejemplo, resulta pertinente señalar que el propio Portales apoyaba la circulación de El Hurón, a pesar de ser opositor, pues tal como él aseguraba, “el país necesita de un buen papel al lado del monótono Araucano; el silencio de nuestras prensas puede interpretarse a lo lejos por opresión en que las mantiene el gobierno”[35].

Una vez que la comisión encargada de elaborar el proyecto de reforma acordó, en sesión del 17 de mayo de 1832, que el documento base de discusión fuese el presentado por Mariano Egaña, en El Hurón apareció una fuerte crítica que cuestionaba específicamente los puntos relativos a las atribuciones que tendría la figura del Ejecutivo. Se señaló que éste quedaría investido de tanto poder que “claramente se infiere que no tendríamos jamás otras leyes que las que quiera darnos el Gobierno, y si el Presidente de la República no se convierte en un monarca absoluto será solamente porque no quiere”[36].

Hacia fines de octubre de 1832, el proyecto de Egaña ya estaba elaborado, procediendo la comisión a su discusión; inmediatamente en la prensa opositora se hicieron sentir críticas muy agudas en torno al carácter de las reformas, las que no fueron apreciadas como mejoras a la Constitución, sino como el origen de una nueva y, por tanto, del advenimiento de un nuevo orden institucional con características despóticas[37].

Ante estas opiniones, El Araucano defendióla propuesta de las reformas anunciadas en el proyecto y señaló que éste “quita al Código su antigua forma, y lo hace aparecer como un ente nuevo, porque no le deja más signos distintivos que los elementos comunes a todas las Constituciones que establezcan un Gobierno representativo”[38].

Ya en diciembre, el mismo medio oficialista se refería a las discusiones de la comisión y la eventual proximidad de la aprobación de las reformas e intentando atenuar la preocupación de los sectores opositores expresó:

“según observamos, creemos poder vaticinar que la reforma saldrá, cuando no completa, a lo menos aproximadamente arreglada a las ideas liberales (…) en conocimiento de que la intención de los reformadores es disponer las leyes constitucionales de modo que su observancia asegure los derechos del ciudadano contra los embates del despotismo”[39].

La nueva Constitución se promulgó finalmente el 25 de mayo de 1833, con gran solemnidad. Ese mismo día El Araucano sostuvo en sus páginas que en las reformas no se encontraba ninguna norma o disposición que pusiese en peligro la libertad consagrada, y recalcaba que más bien se establecían los mecanismos para conservarla y afianzarla.

El Presidente Joaquín Prieto, en el discurso de promulgación de la Constitución, fue enfático al manifestar los propósitos de que dicho cuerpo legal era poseedor y aseguró que los elaboradores del nuevo Código

“Despreciando teorías tan alucinadoras como impracticables, sólo han fijado su atención en los medios de asegurar para siempre el orden y tranquilidad pública contra los riesgos de los vaivenes de partidos a que han estado expuestos. La reforma no es más que el modo de poner fin a las revoluciones y disturbios, a que daba origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la independencia”[40].

Estas palabras dejan traslucir que, de acuerdo al nuevo marco jurídico, no se iba a permitir ningún desarrollo de sectores opositores que amenazasen la situación de poder establecida, por lo que cualquier grupo que quisiera manifestarse se vería conculcado, o bien tendría que buscar canales de expresión al margen de la legalidad vigente.

Es así como, a pesar de proclamarse en la nueva Constitución que Chile pasaba a ser una República democrática representativa, se estableció un gobierno fuerte que consideraba que la sociedad chilena no poseía la capacidad de participación ciudadana necesaria para desarrollar verdaderamente la democracia, la que debería quedar necesariamente postergada, entregándose el poder a individuos que gobernando autoritariamente y de modo impersonal pudieran identificar y resguardar el bien público. Dicha situación dejó traslucir en poco tiempo la tensión entre libertad y autoritarismo, la que con diversos matices aún sigue vigente en nuestra sociedad contemporánea.

Empero, la práctica demostró que el poder, lejos de ser administrado de manera impersonal por gente preparada, recayó en un grupo social conformado por ricos terratenientes que se aprovecharon de las condiciones de la estructura social del momento para encauzar sus propios intereses haciendo creer, sobre la base de una supuesta representación nacional, bajo la amenaza que reflejaba la oposición orden-caos[41], que trataban de beneficiar al conjunto de la sociedad. Así, los administradores del poder establecieron y validaron la noción aristotélica de bien relativo, es decir, la mejor situación que se puede alcanzar dentro de las circunstancias que debe afrontar una sociedad.

El Estado, desde esta perspectiva, prontamente se transformó en el único orientador de la vida social impidiendo la consolidación de una verdadera sociedad civil. Esta elite que administraba el poder no permitió el desarrollo de algún proyecto institucional que garantizase su proyección dominante en el tiempo, puesto que los mecanismos de iniciativa política y represión consagrados en la Constitución de 1833, aseguraban el respaldo jurídico necesario para quien se desempeñase en el poder ejecutivo.

De esta manera, este tipo de sistema político pudo perdurar largamente ya que su eficacia mantenía una relación inversamente proporcional al desarrollo de propuestas alternativas, como era la liberal. En tal sentido, el triunfo de este autoritarismo institucional se habría debido a la imposibilidad de impulsar un orden auténticamente liberal[42].

Hay que señalar que era poco probable que este nuevo orden sobreviviera sin sufrir las adecuaciones necesarias de acuerdo a las coyunturas que se presentaran en el transcurso del tiempo. Incluso, es posible considerar que los rasgos autoritarios ya mencionados no permiten afirmar la plena concepción de un Estado, la que sí se definirá plenamente durante la segunda mitad del siglo XIX, principalmente gracias a la acción reformadora de los liberales[43].

Precisamente, desde la década de 1840 comienzan a desarrollase en la sociedad chilena grupos sociales que abogan por un enfoque mas liberal y tolerante del Estado. Así es como empiezan a destacar en forma pública diversos intelectuales que reaccionaban argumentativamente frente a las posturas autoritarias de la elite gobernante. De esta forma, comenzó a gestarse una oposición con características liberales que, por un tiempo, se autocalificó como progresista y que admiraba con gran celo las ideas emergentes de la revolución francesa de 1848, por lo que a medida que transcurría el tiempo fue adoptando posturas mas enérgicas frente al Estado con el propósito de abrir mayores espacios de libertad.

El grupo dirigente, entonces, experimentó una tensión permanente al tratar de conciliar las posibles bondades que pudieran provocar las prácticas liberales emergentes con la mantención de un orden social que se debía efectuar por consenso. Entonces, las guerras civiles de 1851 y 1859, indicarían los límites o puntos débiles de este consenso político aparente de la sociedad[44].

Respecto de estos conflictos[45], resulta pertinente recordar que hacia fines de 1858 la figura de Manuel Montt había alcanzado a simbolizar el extremo del autoritarismo presidencial, ya que había llegado a provocar tal tensión en los grupos dirigentes de la sociedad chilena, que incluso su unidad se veía amenazada. Como una forma de asegurar la estabilidad política futura, se acercaron, entonces, posiciones tanto de sectores liberales como de conservadores en torno a la demanda por la disminución del poder presidencial.

A su vez, algunos liberales ilustrados y conocedores de los acontecimientos políticos europeos, entre los que se contaban Ángel Custodio Gallo, Manuel Antonio Matta y Benjamín Vicuña Mackenna, se congregaron alrededor del periódico La Asamblea Constituyente, y el 12 diciembre de 1858, convocaban abiertamente a la reforma de la Constitución.

La convocatoria que se divulgó el 12 de Diciembre en el Club de la Unión de Santiago, señalaba, entre otros asuntos, lo siguiente:

“A LAS PROVINCIAS DE LA REPÚBLICA

Representantes avanzados del principio salvador que ha acogido la mayoría de la nación como el remedio supremo de sus males y teniendo en consideración:

1° Que la Constitución de 1833 ha sido ya juzgada por la mayoría de los chilenos como origen fundamental de todas las desgracias que afligen a la República.

2° Que en la crisis angustiosa porque atraviesa el país, no queda otro remedio de salvación para la paz y el orden público, comprometidos cada día más hondamente por una autoridad abusiva y culpable, investida de la omnipotencia por esa Constitución odiosa a los pueblos, que la reforma de esa Constitución”[46].

Ante tal situación, y previendo las consecuencias que podrían desencadenarse, la respuesta oficial no se hizo esperar y el gobierno procedió a declarar el Estado de Sitio, restringiendo y suspendiendo las garantías constitucionales, situación que desembocó al poco tiempo en una guerra civil.

La insurrección contra el gobierno comprometió tanto a algunos sectores terratenientes del centro y sur del país, como a empresarios mineros del norte, sectores del artesanado urbano, campesinos e incluso mapuches de la zona de la Araucanía. Efectivamente, la tensión impuesta por el autoritarismo institucional reflejaba que el orden derivado de la Constitución estaba entrando en un punto crítico. Sin embargo la rebelión fue sofocada, como era esperado, con un gran ejercicio de represión.

Posteriormente, en su discurso de apertura de las sesiones del Congreso de 1859, Manuel Montt se refirió a lo sucedido y caracterizó a sus opositores como:

“Los que proclamaron principios de tan opuestas tendencias no podían contar con el apoyo del país, y se han visto precisados a buscarlo en las malas pasiones y en la ignorancia de las masas, y por desgracia no les ha faltado. De esa manera han podido hallar instrumentos para sus designios y lograr que la anarquía se ostentase armada en diversos puntos de la República”[47].

De esta manera, se ratificaba que cualquier oposición que quisiese modificar el orden constitucional, no tendría cabida dentro del mismo, por lo que la única posibilidad era actuar al margen de este.

Complementariamente, Montt también expuso la legitimidad de sus acciones de fuerza ante la situación de rebeldía que se había generado en el país:

“A fines del año anterior declaré en Estado de Sitio algunas provincias de la República, y las facultades que posteriormente me disteis por la ley de 20 de enero del presente año, contribuyeron poderosamente al restablecimiento de la tranquilidad. Un poder anárquico, que no tiene valla para sus operaciones, ni en las leyes, ni en los derechos privados, no puede regularmente ser dominado, sino por una autoridad que se encuentre robustecida en sus medios de acción”[48].

Luego, no contento con la vanagloria de haber sofocado la rebelión, la máxima autoridad del país expresó la necesidad de establecer mecanismos que anticiparan situaciones de este estilo y permitieran su anulación antes de que se produjeran. En tal sentido, y a pesar de que sus dichos se oponían a los principios que resguardan la libertad personal, señaló que “los acontecimientos de que acabo de hablaros han venido a poner más de bulto la necesidad de una buena organización de la policía de seguridad en los diversos pueblos de la República”[49].

Por su parte, el Ministro del Interior Jerónimo de Urmeneta, en la Memoria Anual que presentó al Congreso el 2 de julio de 1859, también se refirió al tema de la crisis política ya superada. Pero, a diferencia del primer mandatario, aventuró una hipótesis acerca de sus probables orígenes: “Los abusos de la libertad de prensa, llevados a un grado tal de exaltación y destemplanza que el país no había presenciado hasta entonces, traspasando los límites que la ley, el respeto a la sociedad y el honor mismo imponen, prepararon el camino para la revuelta”[50].

En consecuencia, según la autoridad, la causa de los desordenes no había sido la privación de libertad (como lo señalaban los “revoltosos”), sino por el contrario, el abuso de la libertad contemplada en la Constitución.

En 1861, Manuel Montt, en su discurso de apertura del Congreso, emitió un juicio relativo a la influencia que el orden constitucional había tenido en el progreso de Chile:

“Me complazco en presidir por décima vez este acto solemne que se repite entre nosotros hace treinta años, y que viene dando un elocuente testimonio de la permanencia y estabilidad del régimen constitucional en nuestro suelo. No han faltado en ese largo período, sucesos que han puesto en peligro las instituciones; mas para honra de la República, han resistido a esas pruebas y adquirido en ellas mayor solidez y firmeza”[51].

Así, el grupo dominante, a través del Presidente de la República, renovaba una vez más su compromiso con la mantención del orden institucional derivado de la Constitución de 1833, a la que se le otorga la cualidad de haber sido la única garante del desarrollo del país.

Por otra parte, hay quienes interpretan que los movimientos de 1851 y 1859, constituyeron acciones radicales, que fueron protagonizadas por jóvenes capitalistas mineros y cuyo objetivo principal era construir una verdadera “República Democrática”. En tal sentido, se habría producido un choque frontal entre la hegemónica estructura agraria tradicional y un capitalismo emergente en la actividad minera, gracias a sus relaciones con el mercado externo[52].

Si bien las guerras civiles no resultaron exitosas para los radicales empresarios mineros, los movimientos insurreccionales permitieron, en forma posterior, fortalecer las libertades civiles y los derechos políticos. De hecho, es posible afirmar que la generación liberal formada en la década de 1850 es la que protagonizará la transformación estructural del Estado en la segunda mitad del siglo XIX, a partir de la transformación del orden constitucional.

Antes de revisar distintas interpretaciones acerca del significado del orden establecido a partir de la Constitución de 1833, resulta de suyo interesante examinar otros ámbitos del quehacer nacional de la época, como por ejemplo el desarrollo de la minería.La política económica implementada en el período 1830-1850, buscó promover y consolidar el desarrollo económico. En el ámbito minero se procuró la modernización de las faenas mediante la utilización de una tecnología moderna en la explotación de la plata y en la fundición del cobre. Además, se facilitó la modernización de los medios de comunicación con el propósito de otorgar mayor fluidez al comercio exportador.

El nuevo orden contó, entonces, con la prosperidad económica necesaria para su validación social. Al respecto, Celso Furtado advierte que:

"es un problema secundario determinar si fue el hecho de haberse estructurado políticamente de manera estable lo que permitió a Chile sacar partido de esas condiciones favorables de la demanda externa, o si fueron éstas últimas las que consolidaron una estructura política que daba sus primeros pasos. Evidentemente, hubo interacción entre ambos factores. No se puede ignorar, por lo demás, que las condiciones de los mercados externos que conoció Chile constituyeron un caso especial"[53].

Respecto del mismo tema, Aníbal Pinto afirma que hubo algunos factores que incidieron directamente en la bonanza experimentada durante esta etapa histórica, y entre ellos destaca el descubrimiento y explotación de yacimientos minerales, la estabilidad política y condiciones institucionales del período, la acción decisiva de los empresarios mineros, la política económica de los gobiernos del período y el esfuerzo de comunicar el país a través de ferrocarriles[54].

Por su parte, Sergio Grez también le otorga un rol privilegiado a la minería durante este período al expresar que durante la “República Conservadora”, se impulsó decididamente en la economía de exportación mundial[55]. Sergio Vergara, añade otro elemento para comprender la importancia del sector minero en el desenvolvimiento de la economía nacional en ese tiempo:

“Desde 1832 a 1852 se afianza el propósito de fomentar la inserción de Chile en el mercado mundial, se incentiva a las empresas mineras buscando disminuir los impuestos de exportación sobre la minería, particularmente el cobre (...) mientras en el período 1818-1830 predominan las actitudes proteccionistas y fiscalizadoras, en el ciclo 1830-1855, se afianza una tendencia liberal de fomento a la iniciativa privada y regional”[56].

Con relación a este punto, Simon Collier sostiene que la elite ilustrada de la época había logrado desarrollar un punto de vista económico bastante favorable a la idea del libre comercio, y que desde una perspectiva política tanto conservadora como liberal compartían la misma postura[57].

Por su parte, María Angélica Illanes es bastante más aguda en su percepción de lo que comenzó a suceder a partir de 1830:

“Mientras la república de los años 1830 se sentaba sobre los fundamentos de un orden social conservador, resguardado por un férreo control político, ella abonaba el terreno para la germinación de importantes cambios. Uno de éstos tendía a conceder plena libertad al capital, tarea en pos de la cual los sectores de poder lucharon por derribar los obstáculos coloniales que limitaban el beneficio y ganancia del capital crediticio”[58].

Estas opiniones, de una u otra forma, tienden a coincidir en que a pesar de las premisas autoritarias del nuevo orden en materia política (rotuladas generalmente como conservadoras), en el ámbito económico el Estado chileno se mostró bastante liberal pues, conscientes los gobernantes de la estabilidad social que puede originarse en la prosperidad económica, se esmeraron en otorgar libertad de acción a los empresarios, de manera que el surgimiento e incremento de capitales en Chile fue considerado un buen signo de progreso.

Ahora bien, en cuanto a las interpretaciones políticas sobre el denominado “orden conservador constitucional”, tenemos que para Domingo Amunátegui[59], la constitución consagró las bases de un verdadero gobierno monárquico. De manera similar opina Ricardo Donoso[60] ya que para él, bajo este orden institucional, la figura del primer mandatario no representaba más que a un monarca con el apelativo de republicano. Incluso Jaime Eyzaguirre[61] reconoció que las facultades extraordinarias contempladas en la Constitución tenían muy poco de democráticas y más bien apuntaban a legitimar una monarquía electiva en Chile.

Por otra parte, según Antonio Huneeus Gana, quien fuera profesor de Filosofía del Derecho en la Escuela de Derecho Universidad de Chile desde 1891 a 1906, y además presidente del Partido Liberal, en un ensayo sobre la Constitución de 1833 expresó que

“El régimen de relaciones que la Constitución de 1833 creó a los poderes Legislativo y Ejecutivo fue de la más estrecha armonía y de colaboración intensa […]. El Carácter de nuestra Constitución no se ha de buscar en sus disposiciones de aplicación eventual ni en sus medidas de excepción. Donde se le encuentra es en el sistema de las fundaciones normales y en las relaciones ordinarias de los poderes políticos que ella organiza”[62].

Así, este autor concuerda con la idea de que la mencionada Constitución efectivamente estaba provista de los mecanismos necesarios para garantizar una estabilidad institucional y debido a las relaciones existentes entre los poderes públicos, no se prestaba a la supremacía del Ejecutivo. Sin embargo, agrega que

“Sin el ejecutivo fuerte de 1833, y más aun sin el Ministro Portales que le dio ese carácter, nuestro país habría seguido en la anarquía, no se habría educado ni espiritual ni políticamente, ni habría progresado en ningún sentido, ni se habría formado en Chile un alma colectiva, esto es, amante de la patria y de sus leyes, alma que es la fuerza y el cimiento de toda nación civilizada”[63].

De esta manera Huneeus adelanta bastante en la tesis de que el Estado fue organizado en Chile sobre la base de la Constitución de 1833, la que serviría, incluso, de elemento fundacional de nuestra identidad.

Para Alberto Edwards a través de este orden institucional se estimulaba y premiaba la sumisión, la obediencia y la disciplina administrativa y política, y por tanto su gran mérito consistió en haber disciplinado a los grupos de mayor riqueza convirtiéndolos en una gran fuerza de apoyo pero bastante pasiva[64]. Agrega Edwards que la Constitución de 1833, era de carácter republicana y democrática, sin más restricciones que las que había en Francia o Estados Unidos[65].

Una opinión muy distinta es la de Julio Heise, quien calificó a la Constitución como la mejor expresión de un régimen fuerte, autoritario y poco democrático[66].

En todo caso, independientemente de las controversias, pareciera haber consenso en torno a que esta Constitución contenía elementos que evitaban el desborde del poder y que por tal motivo pudo continuar vigente durante tanto tiempo.

Para Alfredo Jocelyn-Holt el Estado fuerte planteado en el período pudo perdurar ya que su eficacia mantenía una relación directamente proporcional a las propuestas alternativas, como era la liberal. En tal sentido el triunfo de este conservadurismo se habría debido a la imposibilidad de impulsar un orden liberal[67].

No podemos dejar de recordar que Diego Portales Palazuelos, considerado uno de los principales artífices de este régimen conservador, estimaba que el orden social en Chile se basaba principalmente en la tendencia general de la población hacia el reposo, en todo sentido, por lo que dicha característica constituía una verdadera garantía para la tranquilidad pública, y en consecuencia para el gobierno.

En relación con esto, Mario Góngora del Campo coincide plenamente con la idea de Edwards, y por extensión con la de Huneeus, en torno a que el Estado nacional se estructura y consolida definitivamente gracias a la acción de Portales y a la promulgación de una Constitución que forjó una república democrática y representativa, aunque estas características debieron ser postergadas por el bien público. También sostiene que el Gobierno, durante este período, se apoyó fundamentalmente en la aristocracia terrateniente, mientras que los ricos mineros del norte sólo se van a unir después de 1860[68].

Sergio Villalobos, por otro lado, se atreve a discrepar con otras interpretaciones sobre la época y no se muestra plenamente de acuerdo con la idea de un Estado Portaliano. Es más, considera que los rasgos autoritarios del comienzo de este período no permiten afirmar la plena concepción de un Estado, la que si se va a hacer presente durante la segunda mitad del siglo XIX, principalmente gracias a la acción de los liberales[69].

Desde otra perspectiva, Ana María Stuven, señala que la Constitución de 1833 debía cumplir un doble propósito: en primer lugar, asegurar el mantenimiento del orden para la clase dirigente, y en segundo, impedir que otros sectores ideológicos pudieran introducirse y legitimarse en el escenario político[70]. Expresa esta autora que lo que caracterizaba a los primeros cincuenta años de vida republicana chilena, era la tensión permanente que experimentaba el grupo dirigente al tratar de mantener un consenso en torno al orden social. Las revueltas del período, entonces, indicarían los límites o puntos débiles de este consenso aparente de la sociedad[71].

A fin de comenzar las reflexiones finales, resulta oportuno señalar que la historiografía tradicional tiende, a veces, a exagerar la participación de Diego Portales en la gestación del orden constitucional conservador, en aras de personificar en una figura mítica y heroica la fundación de nuestra identidad socio-política, cayéndose en lo que Nieztche denominaba historia monumental. Sin embargo, tal como se indicara en un comienzo, la legislación y el Derecho no son producto de una acción individual, o una mera manifestación de una actitud volitiva, sino que, por el contrario, obedecen a un proceso socio-temporal, al que se conviene en llamar histórico y por tanto resulta digno de estudiar de manera crítica.

En cuanto a la gestación de la Constitución de 1833, es posible concluir que la producción de este cuerpo legal no estuvo exenta de discusión y del enfrentamiento de diversos puntos de vista, por lo que la idea de una simple imposición de un proyecto tiene varios matices. Aún más, es posible observar, en las argumentaciones a que su discusión dio origen, que existía una supuesta libertad de opinión y de prensa, por lo que no se podría hablar de la acción de un autoritarismo conservador, por lo menos en la fase de elaboración.

En cuanto a los contenidos de la Constitución, no se puede negar que contiene las bases de un fuerte autoritarismo presidencial, lo que otorgaba plena seguridad a la clase dirigente sobre la mantención e incremento de sus privilegios, justificado bajo la propagada idea de la necesaria mantención del orden, condición discursiva necesaria para disciplinar a una población a la que se consideraba ignorante e inculta políticamente.

En tal sentido, y debido a que gracias al autoritarismo se pudieron establecer y legitimar diversas medidas sociales y políticas de carácter liberal, cabe la necesaria discusión acerca del sentido conservador que poseía el ordenamiento derivado de la Constitución de 1833. Al respecto, vale la pena recordar que, de manera analógica, en tiempos relativamente recientes también en Chile se impuso un liberalismo sobre la base de prácticas autoritarias con gran ayuda de los medios de comunicación de masas.

En consecuencia, la preeminencia de la defensa del orden público por sobre los derechos individuales es una tensión, que si bien hoy está presente en la sociedad chilena, es una tensión que precisamente se originó en 1833, y quedó subyacente, latente, en la lógica constitucional chilena. De esta manera, y a través del ejercicio realizado por medio del presente trabajo, es posible comprender al orden jurídico como un fenómeno de administración de poder que tiene gran proyección en el tiempo.

Notas

[1]

Bloch, Marc. Introducción a la Historia. México, Fondo de Cultura Económica, 1987. Pág. 26. Volver.

[2]

Nietzche, Friedrich: Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida. Madrid, Edaf, 2000. Págs. 49-58. Volver.

[3]

Eyzaguirre, Jaime: Historia del Derecho. Santiago, Editorial Universitaria, 2003. P.10. Volver.

[4]

Término utilizado en 1976 por Alejandro Guzmán Brito para referirse a los partidarios de las ideas de reconstrucción del Derecho sustentadas por Alamiro de Ávila Martel. Volver.

[5]

Fragmento de la lección inaugural de Historia del Derecho, dictada por Aníbal Bascuñán en 1935. En Anales de la Facultad de Derecho Vol. I, Enero-Junio de 1935, Nº 1 y 2. Volver.

[6]

Fragmento de la clase inaugural del profesor extraordinario de Historia General del Derecho, Carlos Hamilton, desarrollada en la escuela de Derecho de la Universidad de Chile en 1942. En, Anales de la Facultad de Derecho Vol. VIII, Enero-Diciembre de 1942, Nº 29 al 32. Volver.

[7]

Ibid. Volver.

[8]

Salvat Monguillot, Manuel. “Necesidad de la perspectiva histórica en los estudios de Derecho”. En, Anales de la Facultad de Derecho, Cuarta Época, Vol. VII, Año 1967, Nº 7. Volver.

[9]

Palma G., Eric Eduardo: “Reflexiones en torno a una concepción polifacética para una Historia del Derecho de los siglos XIX y XX”. En Ius et Praxis. Año 3, Nº 2. Universidad de Talca. Talca, 1997. Pág. 343. Volver.

[10]

De Certau, Michel: “La operación histórica” en Le Goff, Jacques & Nora, Pierre, Hacer la Historia. Vol. I. Barcelona, Laia, 1985. Pág. 17. Volver.

[11]

Palma G., Eric Eduardo. Historia del Derecho Chileno (1808-1924). Santiago, Universidad de Chile. Facultad de Derecho, 2004. Pág. 20. Volver.

[12]

Archivo de la Intendencia de Coquimbo Vol. 52 fjs. 34-34v. Volver.

[13]

Magallanes V., Manuel M.: “Don Francisco Sáenz de la Peña, Coronel de la Independencia”. En Revista Chilena de Historia y Geografía, Nº 8. Santiago, 1912. Págs. 145-146. Volver.

[14]

Cabe recordar que ante el movimiento producido en Concepción, el Presidente Francisco Antonio Pinto decidió renunciar y aconsejó que el Congreso se disolviera y se convocara a nuevas elecciones, pero, aunque su dimisión fue aceptada su sugerencia no fue atendida y en su reemplazo el Legislativo designó a Francisco Ramón Vicuña, presidente del Senado y hermano del polémico Joaquín Vicuña. Volver.

[15]

Concha, Manuel: Crónica de La Serena. La Serena, Universidad de Chile. 1979. Págs. 534-536. Volver.

[16]

Ibid. Pág. 545. Volver.

[17]

Morales, Joaquín: Historia del Huasco. Valparaíso, Imprenta de la Librería del Mercurio, 1896. Pág. 133. Volver.

[18]

La dureza de las acciones de Diego Portales en contra de los opositores era algo que asombraba incluso a sus partidarios que estaban acostumbrados a un clima de cierta laxitud legal. Al respecto ver Bravo Lira, Bernardino: “Portales y el tránsito del absolutismo Ilustrado al Estado Constitucional en Chile” en Bravo Lira, Bernardino (Comp.): Portales, el Hombre y su Obra. La Consolidación del Gobierno Civil. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1989. Pág. 334. Volver.

[19]

Morales, Joaquín: Historia del Huasco. Valparaíso, Imprenta de la Librería del Mercurio. 1896. Pág. 135. Cabe destacar que, según Diego Barros Arana, estas mismas personas, fueron nuevamente detenidas en Santiago el 11 de agosto de 1830 por supuestamente haber publicado un periódico en el que se denunciaba que los militares que tras el triunfo de Lircay fueron dados de baja, habían servido a un gobierno constitucional por lo que las medidas tomadas en contra de ellos eran injustas. Volver.

[20]

Barros Arana, Diego: Historia General de Chile. Tomo XVI. Santiago, Editorial Universitaria, 2001. Pág. 9. Volver.

[21]

Sotomayor Valdés, Ramón: El Ministro Portales. Santiago, Ministerio de Educación Pública, 1954. Pág. 50. Volver.

[22]

El Araucano, 4 de diciembre de 1830. Volver.

[23]

El Araucano, 16 de julio de 1831. Volver.

[24]

Letelier, Valentin: La Gran Convención de 1831-1833. Santiago, Imprenta Cervantes, 1901. Pág.2. Volver.

[25]

El Araucano, 22 de octubre de 1831. Volver.

[26]

Letelier, Valentín: La Gran Convención de 1831-1833. Santiago, Imprenta Cervantes, 1901. Páginas 10-12. Volver.

[27]

El Mercurio, 12 y 13 de diciembre de 1831. Volver.

[28]

El Mercurio, 12 y 13 de diciembre de 1831. Volver.

[29]

El Araucano, 17 de diciembre de 1831. Volver.

[30]

Ibid. Volver.

[31]

Ibid. Volver.

[32]

Se trata de un periódico que fue creado en 1832. A pesar de llevar el mismo nombre, no se debe confundir con aquel que fuera creado por José Miguel Carrera en Montevideo con el propósito de criticar a San Martín y a O’Higgins. Volver.

[33]

El Hurón, 17 de abril de 1832. Volver.

[34]

Bravo Lira, Bernardino: “Portales y el tránsito del absolutismo Ilustrado al Estado Constitucional en Chile” en Bravo Lira, Bernardino (Comp.): Portales, el Hombre y su Obra. La Consolidación del Gobierno Civil. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1989. Páginas 363-365. Volver.

[35]

Carta a Antonio Garfias, 4 de marzo de 1832. Volver.

[36]

El Hurón, 22 de mayo de 1832. Volver.

[37]

Al respecto Gandarillas insistía en que el propósito del trabajo de la comisión era reformar la Constitución por lo que no era partidario de las ideas de Egaña, en las que apreciaba la franca intención de cambiar las bases orgánicas de la república. Volver.

[38]

El Araucano, 9 de noviembre de 1832. Volver.

[39]

El Araucano, 14 de diciembre de 1832. Volver.

[40]

Valencia Avaria, Luis: Anales de la República. Tomos I y II actualizados. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1986. Pág. 172. Volver.

[41]

Góngora, Mario: Ensayo Histórico Sobre la Noción de Estado en Chile en los Siglos XIX y XX. Santiago, Editorial Universitaria, 1998. Pág. 80. Volver.

[42]

Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo: El Peso de la Noche: Nuestra frágil fortaleza histórica. Santiago, Editorial Planeta, 1999. Pág. 151. Volver.

[43]

Villalobos, Sergio: “El papel histórico del Estado” en Góngora, Mario: Ensayo Histórico Sobre la Noción de Estado en Chile en los Siglos XIX y XX. Santiago, Editorial Universitaria, 1998. Págs. 375-376. Volver.

[44]

Stuven Vattier, Ana María: La Seducción de un Orden: Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX. Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2000. Volver.

[45]

Cabe advertir que tanto los levantamiento de 1851 como los de 1859 han sido estudiados tanto por Luis Vitale como por Cristián Gazmuri, pero se circunscriben más a los antecedentes y a las consecuencias que a la descripción de los procesos desarrollado. Al respecto ver Vitale, Luis: Las Guerras Civiles de 1851 y 1859 en Chile. Concepción, Universidad de Concepción, 1971, y Gazmuri, Cristián: El “48” Chileno: Igualitarios, reformistas, radicales, masones y bomberos. Santiago, Editorial Universitaria, 1992. Volver.

[46]

Figueroa, Pedro Pablo: Historia de la Revolución Constituyente (1858-1859). Santiago, Imprenta Victoria, 1889. Pág. 130. Volver.

[47]

Documentos Parlamentarios: Discursos de apertura en las Sesiones del Congreso y Memorias Ministeriales. Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1859. Páginas 6-7. Volver.

[48]

Ibid. Pág. 7. Volver.

[49]

Documentos Parlamentarios: Discursos de apertura en las Sesiones del Congreso y Memorias Ministeriales. Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1859. Pág. 7. Volver.

[50]

Ibid. Pág. 15. Volver.

[51]

Documentos Parlamentarios: Discursos de apertura en las Sesiones del Congreso y Memorias Ministeriales. Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1861. Pág. 5. Volver.

[52]

Zeitlin, Maurice: The Civil Wars in Chile. Princeton, Princeton University Press, 1984. Págs. 56-70. El autor realiza un minucioso estudio sociológico, sobre la base de abundante bibliografía pertinente y sin recurrir a fuentes primarias manuscritas, de las guerras civiles chilenas de mediados del siglo XIX. Influenciado por autores como Hernán Ramírez Necochea, sostiene que estos conflictos constituyeron revoluciones burguesas abortadas, propias de una lucha al interior del grupo dominante. De esta manera, Chile habría perdido la oportunidad de promover un desarrollo capitalista autónomo, por lo que el resultado selló la subordinación de la economía nacional al capital extranjero. Volver.

[53]

Furtado, Celso: La Economía Latinoamericana: Formación Histórica y Problemas Contemporáneos. México, Siglo XXI. 1991. Pág. 54. Volver.

[54]

Pinto Santa Cruz, Aníbal: Chile: Un Caso de Desarrollo Frustrado. Santiago, Editorial Universitaria, 1973. Págs. 26-36. Volver.

[55]

Grez Toso, Sergio: De la “Regeneración del Pueblo” a la Huelga General. Santiago, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 1997. Pág. 59. Volver.

[56]

Vergara Quiróz, Sergio: “El Liberalismo Temprano: Legislación Minera en Chile (1818-1855)”. En Boletín de la Academia Chilena de la Historia, Nº 106. Santiago, 1996. Pág. 178. Volver.

[57]

Collier, Simon: Chile: La Construcción de una República. Política e Ideas. Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2005. Pág. 158. Volver.

[58]

Illanes, María Angélica: La Dominación Silenciosa: Productores y Prestamistas en la Minería de Atacama. Chile, 1830-1860. Santiago, Instituto Profesional de Estudios Superiores Blas Cañas¸ 1992. Pág. 21. Volver.

[59]

Amunátegui, Domingo: La Democracia en Chile. Santiago, Universidad de Chile, 1946. P.64. Volver.

[60]

Donoso, Ricardo: Las Ideas Políticas en Chile. México, Fondo de Cultura Económica, 1946. P.109. Volver.

[61]

Eyzaguirre, Jaime: Fisonomía histórica de Chile. Santiago, Editorial Universitaria. 1994. P.130. Volver.

[62]

Huneeus Gana, Antonio: “La Constitución de 1833. Ensayo sobre nuestra historia constitucional de un siglo. 1810-1910”. En Revista Chilena de Historia y Geografía Nº 79. Santiago, 1933. Pág. 265. Volver.

[63]

Ibid. Pág. 270. Volver.

[64]

Edwards Vives, Alberto: La Fronda Aristocrática. Santiago, Editorial Universitaria, 1997. Págs. 73-74. Volver.

[65]

Ibid. Pág. 78. Volver.

[66]

Heise González, Julio: 150 Años de Evolución Institucional. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1976. Pág. 43. Volver.

[67]

Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo: El Peso de la Noche: Nuestra frágil fortaleza histórica. Santiago, Editorial Planeta, 1999. Pág. 151. Volver.

[68]

Góngora, Mario: Ensayo Histórico Sobre la Noción de Estado en Chile en los Siglos XIX y XX. Santiago. Editorial Universitaria, 1998. Págs. 74-75 y 82. Volver.

[69]

Villalobos, Sergio: “El papel histórico del Estado” en Góngora, Mario: Ensayo Histórico Sobre la Noción de Estado en Chile en los Siglos XIX y XX. Santiago. Editorial Universitaria, 1998. Págs. 375-376. Volver.

[70]

Stuven, Ana María: “Una aproximación a la cultura política de la elite chilena: Concepto y valoración del orden social (1830-1860)”. En Estudios Públicos Nº 66. Santiago, 1997. Pág. 272. Volver.

[71]

Stuven Vattier, Ana María: La Seducción de un Orden: Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX. Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2000. Volver.

 

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