Volumen 2, Nº1 Agosto de 2005

Los hombres de Díos

 

I. Los hombres santos

La tradición de Vitae o Vidas que representaban los modelos de perfección cristiana se estableció muy temprano en los primeros siglos después de Cristo y continuó a través de la Edad Media europea[2]. Las vidas se proponían contar las virtudes de los hombres y mujeres que, dedicados a la propagación de la nueva fe, poseían virtudes superiores a los demás, y que servirían de inspiración a generaciones venideras. Para el tiempo de la conquista del nuevo mundo existía una considerable tradición narrativa sobre hombres y mujeres, mayormente biográfica que serviría de modelos al desarrollo de ese género en Hispanoamérica y aún la América portuguesa. Las primeras biografías ejemplares comenzaron a aparecer en “las Indias” a finales del siglo XVI. Fue cuando las órdenes mendicantes se dieron cuenta de que por falta de memoria escrita, la historia de quienes llevaron a cabo la obra de evangelización y enraizamiento del catolicismo, se podría perder. Así en 1573, el franciscano Jerónimo de Mendieta (d. 1604) recibió la orden de escribir una crónica de su orden, que terminó en 1585. Fray Agustín Dávila Padilla (1562-1601) terminó la primera crónica dominica en 1596[3]. Fray Juan de Grijalva publicó una crónica de la orden de San Agustín en 1624[4]. Otras varias se publicaron en el siglo XVII. Fue en estas historias donde aparecieron las primeras “vidas” de los miembros de las órdenes; las biografías personales no aparecen sino hasta mediados del siglo XVII. Otra fuente de información biográfica fueron los sermones fúnebres, género que dejó numerosos ejemplares a través de dos siglos y medio. En estas fuentes he buscado la representación emblemática del modelo de masculinidad “santa”.

Asumimos que una “representación” es una creación cultural que intenta proyectar una imagen deseable de un sujeto, un evento o una cultura. La representación no coincide con la realidad, pero persuade a otros de que es en sí, la suma de características específicas y deseables de la realidad. Es una proyección imaginaria pero necesaria para aglutinar voluntades y crear una “mitología” social que sirva de emblema a un grupo o una sociedad. La representación sirve para dirigir la memoria en cierta dirección y hacia objetivos prefijados. La creación de un fraile observante y ejemplar fue un elemento esencial en la construcción de la memoria histórica de cada orden en busca de la aprobación social de su comportamiento y la reafirmación de su identidad como ente corporativo. También fue una herramienta pedagógica para sus propios miembros, un medio de propaganda para consumo de la Corona y de la feligresía y un argumento más para legitimar la conquista y la conversión de los indígenas al cristianismo. Con pocas excepciones, las crónicas de las órdenes se escribieron entre el final del siglo XVI y mediados del XVIII, cuando el entusiasmo por ese tipo de escritura parece haberse apagado, a excepción de las crónicas de áreas alejadas de la capital virreinal, donde aún se llevaba a cabo un proceso de “conquista espiritual,” como en la frontera norte[5].

Aunque la mayoría de los cronistas buscaron información verídica y corroboración de hechos usando documentos conventuales e historia oral, sus trabajos son una mezcla de realidad y hagiografía. Para evitar el riesgo real de “hacer santos” en una época tan inclinada a la exageración y la credulidad, Urbano V prohibió en 1625 que ningún autor hiciera reclamos de revelaciones, milagros o visiones sin la aprobación explícita de las autoridades religiosas. Todas las crónicas y biografías serían revisadas por varios “lectores” con autoridad para disputar o vetar la información contenida en el manuscrito antes de su impresión. El autor tenía que declarar que no pretendía establecer la santidad de nadie y se atenía en todo al juicio de la iglesia católica.

A pesar de estas salvaguardas, los autores barrocos de los siglos XVII insertaron toda clase de maravillas y milagros en la escritura, protegidos por su declaración previa, y los “censores” cumplían con su deber y aprobaban obras en las cuales podían ocurrir los incidentes más imaginativos y los hechos más super-humanos personificados por los beatíficos porta-estandartes de un nuevo reino cristiano en el nuevo mundo. Es dentro de este marco referencial que debemos estudiar la construcción del hombre santo, y también recordando que las crónicas y las vidas reflejaban la creencia que Dios había asignado a las órdenes mendicantes la oportunidad de cambiar el destino de la humanidad. Aún así se sobreentendía que los hombres de Dios no eran perfectos. El hombre santo, reclamaba Fray Jerónimo de Mendieta, no tenía que ser un parangón de virtudes, pero era un hombre con una misión, a quien Dios probaba con tentaciones y flaquezas[6]. El siervo de Dios se acercaba más a su perfección cuanto más ardua era su tarea en luchar contra cualquier tentación para mantener el espíritu de su orden y sus votos de obediencia, castidad, y pobreza. Era precisamente la lucha contra estos obstáculos lo que ponía al fraile en el camino de perfección y la que lo hacía memorable.

Las cualidades que ostentaban esos siervos del Señor, presentados por sus biógrafos, destilaban la esencia de una hombría dedicada al servicio de Dios. Algunas de estas virtudes eran muy semejantes a las de los seglares, pero los hombres dedicados a Dios no perseguían --hipotéticamente en estos recuadros-- la gloria o la ambición personal dentro de su ambiente socio- político. La esencia de la observancia, para el fraile que aspiraba a seguir el modelo de perfección, era obedecer las reglas de su orden. Nunca debería creer que había logrado la perfección. El amor y la caridad (básicamente una misma cualidad) eran las virtudes básicas que se ejercían con los hermanos en religión ante todo, y con el resto de la humanidad. El objetivo del hombre santo era la imitación de Cristo, un concepto muy popular en el siglo XVI, y que se predicaban lo mismo para los seglares como para los miembros de las religiones. Centrándose en la humanidad de Cristo y sintiendo sus sufrimientos se llegaría a ser más como él.

La vida del perfecto mendicante tendría que establecer un balance entre lo espiritual y lo temporal. Una vida espiritual perdida en contemplación excesiva, oraciones y visiones, podría semejarse peligrosamente a una vida femenina, especialmente a las hermanas en religión. Los frailes no hacían voto de enclaustración y por lo tanto tenían el deber de involucrase en actividades que hablarían del servicio a Dios en un mundo lleno de las hostilidades. En palabras de Mendieta, “Durante el día Dios te pide que te ocupes de asuntos de su servicio; por la noche puedes alabar la gloria de Dios”[7]. La afectividad, una característica de la espiritualidad femenina, fue mucho menos enfatizada en los elogios de frailes, que, al contrario, se centraban en la sociabilidad de un hombre al servicio de Dios en el mundo y cuyo propósito era recordarle a esa sociedad, cuales eran las verdaderas miras de la vida humana. Aprender cuál era el buen gobierno de su orden y defender sus intereses, era parte de sus deberes, pero siempre respetando las jerarquías de la religión. Los hermanos legos, por ejemplo, eran elogiados por su humildad y la simplicidad con que cumplían sus obligaciones y nunca por otras aspiraciones intelectuales o espirituales que pertenecían los profesos en más altos grados[8]. El martirio era un aspecto especial de la vida perfecta, pero no necesariamente su objetivo. El martirio que algunos sufrieron servía para recordar a los miembros de las órdenes que ese había sido un aspecto ejemplar de los fundadores de la religión, pero no un requerimiento para quienes volvían a imitar su ejemplo en otro tiempo y otro continente. Jerónimo de Mendieta opinaba que la vida diaria podía ser un martirio, y todos los que servían a Dios eran mártires, aunque aquellos que ofrecían su vida tenían más derecho a recibir ese apelativo[9]. El martirio fue alcanzado en el norte árido y en la empresa de cristianización global que comienza en el siglo XVI, cuando cobró relevancia en el lejano Oriente[10]. Los jesuitas, franciscanos y agustinos que llegaron a las Filipinas, China y Japón pusieron el martirio muy de relieve en el catálogo de virtudes de sus miembros. El franciscano Fray Martín de Valencia, uno de los originales “doce” que llegaron a Nueva España en 1526, había deseado ir a África a predicar entre los musulmanes. Igualmente ese había sido el deseo de Teresa de Ávila en su niñez. Después de su llegada a México, Fray Martín contó haber tenido un sueño en el cual vio a dos mujeres tratar de cruzar un río. Una era fea y tuvo mucho trabajo en lograr cruzarlo. La otra era hermosa y no tuvo problema alguno en vadear la corriente. Fray Martín interpretó este sueño como sigue: la mujer fea era Nueva España y su gente, que si bien alcanzaban la conversión al llegar al otro lado del río lo hacían con mucho trabajo. La mujer bella, era una nueva tierra en la cual sus habitantes se convertirían voluntariamente y alcanzarían la perfección. Era China, donde el fruto de la cristiandad sería abundante [11].

Aún así, el martirio no era alcanzable ni siquiera deseable entre los objetivos de las religiones. Las crónicas y las vidas hacen evidente que la perfección era una mezcla de virtudes que representaba a todos los miembros de la comunidad, una colección muy variable de aptitudes. La moderación se podía combinar con la castidad para recomendar los especiales esfuerzos que debían hacerse para resistir el llamado de la carne. La fe y la esperanza eran las fuerzas que movían a aquellos que dejaban sus conventos para ganar más almas. El amor de hermanos se expresaba en muchos con su deseo de aprender las lenguas indígenas que le permitían predicar y confesar. Y así, cada “modelo” podía personificar las posibilidades de una perfección que era intrínsecamente plástica.

Veamos un ejemplo de fraile modelo, recordado por Mendieta, usando no una figura cimera, sino un oscuro fraile, Fray Fernando de Leiva. Profesó en Burgos y vino a Nueva España a mediados del siglo XVI. Mendieta subraya su estricta observancia de la Regla, y su voluntad de castigo corporal para mantener a raya sus pasiones. Leiva no pudo servir en la tarea de evangelización, porque no pudo aprender las lenguas indígenas, pero su caridad hacia los indios se dice haber sido constante, dándoles de comer a diario y reprimiendo a cualquier español que los abusara. Su humildad se expresaba en su hábito viejo y remendado, la tabla que usaba como almohada y el silencio que mantenía en el convento [12].

Casi doscientos años después, el sermón panegírico que enmarcó las virtudes de Fray Antonio Gomón, un franciscano descalzo que murió en 1736, exaltaba su educación, su habilidad en reprimir su orgullo mientras servía en cargos administrativos en la orden, su obediencia ejemplar, y el estoico sufrimiento de la enfermedad que lo llevó a la tumba[13]. La biografía de Fray Antonio Margil, que murió en 1726 y llegó a alcanzar renombre durante su vida de evangelizador en Nueva España y Guatemala, lo retrata como un “super-hombre” capaz de llevar a cabo proezas como cubrir distancias increíbles en sus caminatas nocturnas. Era compasivo con todos, un humilde servidor del Señor y sus hermanos en religión, y constantemente envuelto en una lucha intensa contra el pecado y la idolatría, no sólo entre los indios, sino entre el populacho novohispano[14].

Otras virtudes elogiadas como propias de los hombres santos eran el ayuno, el caminar descalzo por largas distancias, la adopción de una vida eremítica, la enseñaza de música y artesanías a los indios, y en mucho menor escala: las visiones que hablaban de una vida espiritual intensa. Algunos de los milagros recordados no eran portentosos, sino más bien prácticos y hasta “caseros”. Por ejemplo, la provisión de comidas cuando la alacena del convento estaba vacía, o hacer llover en tiempos de sequía. De otro modo, la santidad se presumía por el aroma que emanaba de los cuerpos tras su muerte, o la ausencia de corrupción por meses o años. La aparente falta de interés en crear una hagiografía milagrosa de los fundadores de las religiones, fue explicada por Mendieta como una expresión de Dios, quien no deseaba que Nueva España fuera una tierra de milagros. La vida impecable de los fundadores sería suficiente para complacer a Dios, quien también deseaba que los misioneros impartieran una doctrina sólida a sus catecúmenos y que sus vidas fueran ejemplares, no milagrosas, para que nunca fueran tenidos como dioses por los indios. Este era un consejo muy pertinente en una tierra donde el politeísmo era la base de las religiones indígenas. Tampoco Dios quería que los nuevos predicadores de su fe cayeran en el error de pensar que eran tan santos como los primeros apóstoles[15].

En general, los modelos de masculinidad dependían de un cuerpo capaz de sufrimientos físicos, ya fueran auto-infligidos en prácticas ascéticas, o el producto de los incidentes y accidentes de la vida. Aún aquellos que sufrían enfermedades o impedimentos los podían controlar con su voluntad. Igualmente, los deseos sexuales debían ser controlados, aunque les costara muchas batallas. El cuerpo se atemperaría con el servicio a Dios y a la humanidad[16]. Los modelos de masculinidad eran pues, una mezcla de dinamismo y piedad, de dedicación a la observancia de la regla y amor a Dios, de servicio a sus hermanos de religión y a los indígenas. En mis estudios de modelos de perfección femenina entre las monjas, he encontrado algunas de estas “virtudes masculinas”, como el estoicismo durante las enfermedades, el castigo corporal como medio de purificación, el rigor en la observancia de las reglas. No creo que se pueda hablar de un modelo andrógino de virtudes compartidas por hombres y mujeres, aunque si es importante señalar que hay virtudes femeninas compartidas por los hombres y virtudes masculinas elogiadas en las mujeres. Sin embargo, debido a su enclaustramiento las mujeres dependían mucho más de la afectividad de su fe y de sus relaciones con sus confesores o directores espirituales. Tenían más visiones y escribían más sobre las mismas. En el discurso elaborado por los hombres sobre las mujeres religiosas, esas características se veían como peculiares de ese sexo. Quizás por esta razón no fueron necesarias para construir modelos de masculinidad, ya que ambos sexos tenían que ser diferentes, como había sido la voluntad de Dios.

[Introducción] | I. Los hombres santos | II. El Fraile no santo y el deseo sexual | III. El deseo del poder | Notas | Versión de impresión

 




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