Volumen 2, Nº1 Agosto de 2005

Los hombres de Díos

 

II. El Fraile no santo y el deseo sexual

El retrato del hombre santo fue una construcción intelectual. Las biografías doraron los modelos humanos y eliminaron los detalles que pudieran revelar debilidades humanas. Al nivel personal, muchos frailes estaban muy lejos de ser los modelos pintados en las historias de las órdenes. Las dos fuerzas más quebrantadoras en la construcción, real o imaginada, de un fraile perfecto, fueron: el deseo sexual y el deseo por el poder. Veamos entonces, la realidad no santa de aquellos cuyas debilidades han sido recogidas por el más implacable de todos los tribunales eclesiásticos: La Inquisición. Aunque no fue el único tribunal a cargo de justicia eclesiástica, el Santo Oficio fue donde se airearon muchos de los casos de masculinidad sexuada[17].

Establecida en Nueva España en 1571, la Inquisición comenzó a examinar la vida y comportamiento de los frailes y clérigos en detalle, en la década siguiente. El gran número de frailes que llegaron a la Inquisición corrobora que el celibato y la castidad fueron retos que muchos no pudieron sostener. No en balde aquellos que morían en virginidad presumida, eran enterrados con una palma en las manos. Hay más de 2.000 casos de intemperancia sexual eclesiástica recogidos en el Archivo General de la Nación, que son aquellos cuyas actividades fueron denunciadas. Muchos no llegaron jamás al Santo Oficio o se dirimieron en otros tribunales. Romper y hollar el voto de castidad era un pecado capital expresado como “solicitación”. La solicitación se definía como la expresión de deseos sexuales en el confesionario. La confesión era parte del sacramento de la penitencia que todos los católicos debían ejercitar al menos una vez al año, y fue uno de los pilares de la Contrarreforma. El pecador que confesaba y se arrepentía sinceramente recobraba la gracia de Dios.

Para llegar a ser confesor, un hombre debía ser mayor de 40 años, que entonces se consideraba una edad madura, y haber sido nombrado por las autoridades episcopales, para ese fin, tras demostrar conocimiento del proceso de confesión. Pero ninguna forma de entrenamiento preparaba a aquellos que no tenían una verdadera vocación para resistir el llamado de la carne. El fraile no-santo que abandonaba su deber como padre espiritual e incitaba a sus “hijas de confesión” a pecar, fue una plaga para las autoridades eclesiásticas[18]. La Inquisición trató --aunque no con mucho éxito-- de mantener ojo avizor con estos transgresores. No hubo momento alguno entre finales del siglo XVI y finales del XVIII en que no se registraran casos, y aunque no hay estudios cuantitativos de los tres siglos no cabe duda que nunca faltaron candidatos para las investigaciones del Santo Oficio[19]. Los solicitantes podían ser denunciados por miembros de su orden o de otra orden; por otros confesores, por los padres o esposos de las solicitadas y por las propias víctimas. En este último caso, la denuncia podía ser espontánea o inducida por un confesor a quien la mujer había consultado al respecto. La mayoría de las solicitaciones ocurrían en el confesionario, cuyo espacio intimo --a veces un mero cubículo-- ponía a la confesante de rodillas y en relativa cercanía al confesor. El acto de confesión establecía una jerarquía física que reflejaba la espiritual. Técnicamente, la iglesia consideraba “solicitación” a un acoso de naturaleza sexual que tomaba lugar después de hacer el signo de la cruz, acción que comenzaba la confesión. Esta definición estableció que, en algunos casos, la solicitación no se considerara como tal, pues el acoso había tomado lugar antes de que la confesante iniciara el sacramento con el gesto que era la señal del inicio del proceso. La disparidad de jerarquías y autoridades en el acto de solicitación propiciaba el abuso. El confesor era un “padre” que de acuerdo con la definición de la época, “estaba en lugar de Dios” y que en vez de asumir el papel protagónico de tan alta responsabilidad, expresaba su sexualidad en un momento en el cual la mujer estaba completamente a su disposición, confesando sus presuntas debilidades y en una posición espiritual y moralmente vulnerable.

Las solicitaciones comenzaban verbalmente, pero iban frecuentemente acompañadas de avances corporales, como tomar las manos o tocar partes del cuerpo de la confesante, actos insinuantes de una sexualidad fuera de control. La intención del confesor era la de dar a conocer su deseo a la confesante y sondear la voluntad de ella a acceder a sus requiebros y, posiblemente, arreglar un encuentro en un lugar más propicio, sorprendentemente, a veces la propia celda del confesor. Inevitablemente, algunas jóvenes fueron convencidas a acceder a una cita furtiva. Estos encuentros podían resultar en atentados frustrados de relaciones sexuales, en formas seudo-sádicas de expresión sexual, como azotes a la dama, o aún en violaciones[20]. No podemos asumir, sin embargo, que todas las mujeres fueran inocentes. Indudablemente algunas fueron voluntariamente, quizás acicateadas por la curiosidad de saber como sería un encuentro con un monje. El meticuloso e impersonal proceso de investigación de la Inquisición nos permite separar a las víctimas de las cooperadoras. En 1614 la viuda Juana Ramos, residente en un pequeño pueblo de la provincia de Michoacán, declaró que diez años atrás había establecido una relación voluntaria con el franciscano Fray Juan Gutiérrez, antes de que su marido muriera. La relación se volvió “escandalosa” pues parece que todo el pueblo estaba enterado. En su viudez, el franciscano la visitaba frecuentemente y ella cocinaba para él. Al mismo tiempo, Fray Juan seguía siendo el confesor de Juana, a quien regularmente absolvía de su pecado dándole a ingerir una hostia no consagrada durante la comunión[21].

En los pequeños pueblos de provincia las mujeres iban a confesarse anualmente alrededor de Semana Santa, y ésta era la oportunidad que aprovechaban los solicitantes para ejercitar sus artes. Las mujeres objeto de solicitaciones eran generalmente jóvenes pero también las viudas y las mujeres de dudosa virtud entraban en el círculo de las solicitadas. Una revisión de mis casos muestra que en los últimos años del siglo XVI las mujeres indias fueron el centro de la atención de muchos frailes que administraban pueblos de indios, mientras que ya entrado el siglo XVII parece haber una reorientación hacia las mujeres mestizas o blancas. Quizás este cambio haya sido resultado de cambios demográficos que dieron a los frailes una selección más variada de mujeres, especialmente dado los estragos causados por las epidemias entre la población indígena. Aunque estas hipótesis requieren mayor fundamentación, no cabe duda que las indígenas figuran en mucho menos número de solicitaciones en un muestreo de las secciones centrales de México para los siglos XVII y XVIII. Este último ha sido estudiado con detenimiento por Jorge González Marmolejo, que confirma la inclinación hacia no-indias en el siglo XVIII. Por otra parte, la situación para Yucatán difiere. Allí, John Chuchiak ha documentado ampliamente las solicitaciones entre la población maya yucateca[22]. La edad de los solicitantes es raramente declarada, pero algunas de las descripciones que se incluían en los legajos insinúan que los solicitantes eran hombres entre los 30 y 50 años, algunos de los cuales peinaban canas cuando incurrieron en la transgresión[23].

Algunos ejemplos de solicitación sirven para ilustrar la naturaleza del comportamiento del religioso sexuado. En 1598, Fray Alonso de Formicedo comenzó a llorar cuando una indígena que se confesaba con él le contó el acoso sexual a que había sido sometida por uno de sus hermanos en religión. Fray Alonso le aseguró a la mujer que no todos ellos eran iguales, y según su propio informe al santo Oficio sobre este caso, tomó cartas en el asunto, confrontando al otro fraile y rogándole que reformara su comportamiento por amor a la orden franciscana. Y, sin embargo, un año más tarde, Formicedo aparece acusado de solicitación[24]. Sospecho que la acusación fue fabricada por algún enemigo personal, situación infrecuente pero posible, y que la Inquisición tenía que tener en cuenta. A mediados del siglo XVIII, en la región minera de Zacatecas, el dominicano Fray Francisco de Cuadra solicitó a Javiera Silva Portillo, mujer blanca y casada. Le ofreció su amor eterno y pagar el alquiler de la casa. No sabemos cuál fue la respuesta de Javiera, pero Fray Francisco visitó su casa un poco más tarde el mismo día, y le volvió a recordar su oferta veinte días después. Sabemos de Fray Francisco porque otras mujeres se resolvieron a testificar sobre su aparente inclinación a las solicitaciones múltiples. Algunas de ellas entraron en detalles sobre lo que ocurría en el confesionario, y declararon que Fray Francisco les hacia preguntas sobre sus deseos sexuales, las formas especificas de como sentían urgencias en la carne, y aún sobre si tenían curiosidad sobre su cuerpo y tocaban sus partes con propósitos eróticos[25]. Es obvio que no toda solicitación perseguía un objetivo abiertamente sexual, sino una titilante provocación erótica con ribetes de voyerismo psicológico.

El caso de Fray Buenaventura Pérez, denunciado en 1758 por un número de novicias conventuales y sus sirvientas, expone cómo momentos de erotismo visual parecían satisfacer las urgencias sexuales de los solicitantes. Fray Buena ventura pedía a sus hijas espirituales que le enseñaran los pechos como un acto penitencial, cuyo mérito residía en llevarlo a cabo mientras más le costara sufrir a la confesante. Alegaba que Cristo había expuesto su pecho por todos, y ellas debían devolver el sacrificio ante él. Algunas resistieron, pero otras obedecieron, alegando que lo que les pidiera su padre espiritual tenía que ser conecto, y no se preocupaban por sus consecuencias morales, ya que el padre sabía lo que hacia[26]. Quizás no es arriesgado especular porqué estas mujeres sucumbieron a la tentación espúmea de la atención de un “padre.” Eran jóvenes y reclusas en un mundo donde la atención de un hombre era en si, una aventura.

La forma más transgresora de solicitación fue aquella dirigida a las monjas, las esposas de Cristo. Solicitar a una esposa de Cristo era traicionar a Dios mismo, pero la osadía de tal comportamiento no parece haber impresionado a quienes lo cometieron, que realmente no son muchos. De ellos sólo dos resultaron en relaciones sexuales. En la última década del siglo XVI, una monja del convento dominico de Santa Catarina de Sena y un fraile agustino entablaron relaciones sexuales en un caso que al fin se juzgó por la Inquisición, que estuvo tan interesada en investigar las posibles ramificaciones de alumbradismo como en la relación sexual. El agustino se hizo sospechoso cuando comenzó a hablar de las cualidades visionarias de su amante, quizás para prolongar la posibilidad de seguirse encontrando con ella. El segundo caso, un siglo después, ocurrió con una monja en el convento de Jesús María, uno de los más aristocráticos de México, y otro fraile agustino emparentado con la élite dominante dentro de la orden. En este caso, las relaciones resultaron en embarazo y una niña, cuyo destino se desconoce. En ambos casos las monjas fueron encarceladas de por vida dentro del convento, y los frailes expulsados de Nueva España[27].

El resultado de estas y otras pesquisas sobre solicitación nos informan sobre la actitud ambivalente de la iglesia sobre la transgresión sexual de sus miembros. Hubo varias opciones de resolución. Una de ellas fue el abandono de la causa. La denuncia de un agustino cortejando una mujer de mala reputación en 1637, llegó finalmente al registro inquisitorial en 1669[28]. En otras instancias las denuncias meticulosamente registradas carecen de documentación que indiquen el curso de la investigación. Sin embargo, en aquellos casos que llevan el proceso a su término, los veredictos contienen las más acerbas condenaciones, describiendo al culpable como vicioso, escandaloso, lobo engañador de almas a su cargo, traidor a su ministerio, su orden y su religión. El solicitante era encerrado en la cárcel inquisitorial durante el periodo de investigación, pero cuando el veredicto lo hallaba culpable, él mismo no implicó la expulsión de la orden o la iglesia. Los castigos usuales fueron: 1. La anulación del permiso de confesar mujeres 2. Exilio por varios años del convento en una jurisdicción alejada 3. Encierro en el convento por un año. 4. Privación de voz y voto en la comunidad por un año[29]. Las órdenes usualmente representaban a sus miembros ante el Santo Oficio pidiendo remisión del castigo o, por lo menos, la oportunidad de hacerse cargo del mismo con el sigilo más prudente. Si la solicitación no era en el confesionario (la forma más culpable por romper un sacramento y la única a cargo de la Inquisición) la causa era enviada a otras autoridades eclesiásticas para su resolución. Los frailes se podían proteger los unos a los otros pidiéndole a la ofendida y sus familiares que cejaran en sus intentos, o simplemente ocultando la conducta de las “ovejas descarriadas”. La mediación y la falta de efectividad en el castigo caracterizan la historia de la solicitación.

Los inquisidores estuvieron muy conscientes de la tentación carnal y estaban preparados a examinar los casos intensamente. El proceso permanecía anónimo y secreto, ya que su propósito no era crear un cuerpo de prescripciones para un desenmascaramiento público de los culpables. Tampoco estaba orientado a hallar modos de controlar el deseo sexual a nivel personal. El proceso inquisitorial era un ejercicio casuístico orientado a resolver las circunstancias especificas de cada caso, en cada ocasión, y separar a los culpables o comprometidos. Pero no podía eliminar la naturaleza sexuada de sus miembros, aunque se reconocía que el voto de castidad no garantizaba una conducta ejemplar. Así el deseo sexual siguió agazapándose y expresándose en los confesionarios.

[Introducción] | I. Los hombres santos | II. El Fraile no santo y el deseo sexual | III. El deseo del poder | Notas | Versión de impresión

 




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