Volumen 2, Nº1 Agosto de 2005

Historia, memoria, escritura. Etnografía de una lectura: Methodus ad Facilem Historiarum Cognitionem

 

I. Los intelectuales y la "nueva historia" en el siglo XVI

En el sugerente estudio de George Huppert sobre la erudición histórica y la filosofía histórica en el renacimiento francés[6], se señala que las guerras de religión trazan el campo en que los “intelectuales” inscribieron sus preocupaciones. Los “doctos”[7], en su mayoría, eran oficialmente católicos o reformistas, pero escapaban a clasificaciones tajantes: “liberales con vocabulario tanto calvinista como jesuita”. Por ejemplo, Bodin era tajante al decir que su método se ocupaba de la historia humana, distinta a la sagrada y la natural por cuanto sólo la primera se ocupa de las acciones humanas que dan cuenta de las virtudes en la vida de los hombres, la única que puede incitar a la acción. Así dicho, parecería un abogado de la secularización:

“En cuanto a la prudencia auténtica, no hay para adquirirla medio más indicado que la historia, a causa de las coyunturas humanas que vuelven de tiempo en tiempo a parecer las mismas, de una manera circular. Y esta historia, a nosotros nos parece conveniente sobre todo trabajarla, no tanto para los solitarios, como para aquellos que se mezclan en el siglo y que participan de la vida social. Es por esto que, de los tres géneros reseñados [historia humana, natural y sagrada], nosotros hemos abandonado un poco la historia sagrada a los teólogos y la historia natural a los filósofos atendiendo al día donde nosotros hemos sido suficientemente formado por las acciones humanas y las lecciones que ellas comportan”[8].

El conocimiento de estas tres historias es lo que constituye la verdadera sabiduría, pero ¿por cuál empezar? A él le parece que por la humana, que no requiere de un espíritu ya formado como el que se necesita para recibir la sabiduría de Dios o de la naturaleza. Comenzar por lo humano es un “nuevo método” que conduce desde la consideración inicial de nuestra propia persona, de la familia y de la sociedad civil, a la observación de la naturaleza y, finalmente, a la verdadera historia, es decir, a la contemplación de lo “Eterno”:

“nosotros consideramos [...] comenzar por admirar el esplendor del sol a través de las cosas terrestres, luego en las nubes y finalmente en la luna de manera de fortificar suficientemente su vista, antes de fijarla en el sol en persona. Así, actuaremos en esto como los ignorantes que comprenden primero en las cosas humanas la bondad y la trascendencia divina, para percibirla enseguida en las causas más notables de la naturaleza, en las propiedades y esplendor de los cuerpos celestes, en fin, en el orden admirable, el movimiento, la inmensidad, la armonía y la belleza del universo: tantos grados nos conducirán finalmente a encontrar nuestra filiación divina, para renovar la unión total con nuestro Creador”[9].

Para Blandine Kriegel, Bodin formaría parte de “los humanistas laicos” del siglo XVI, quienes criticaban a la historia eclesiástica porque no había tomado en cuenta al Estado. Formaban parte de un espíritu de investigación histórica que se podría llamar historia íntegra, que sustituiría “el caos de los relatos medievales” por una “historia universal donde se resolverá la trama ideológica de un orden temporal”[10]. Los imperativos de Bodin al respecto son: independencia de la historia humana respecto de la historia sagrada y la historia explica las acciones de los hombres viviendo en sociedad, por tanto, es un producto esencial de la voluntad de los hombres. Rechaza por eso los motivos tradicionales de los estudios históricos que se centraban en el cálculo del fin del mundo, la ilustración del plan divino, la construcción de los materiales para la gloria de los príncipes y santos. El historiador se propone comprender el crecimiento y declinación de las civilizaciones sin mezclarlas con la divina providencia. Concuerda en esto con su contemporáneo La Popelinière que dice que “saber la historia no es tener memoria de los hechos y de los acontecimientos humanos, sino, conocer los motivos y verdaderas ocasiones de estos hechos y accidentes”[11].

Para Guy Bourdè y Hervè Martin, el siglo XVI es una época de “gusto por la historia”. Entre 1550 y 1610 se publicaron más de 700 libros; esto daría cuenta de las necesidades de una cultura fundamentada en la historia que se manifestaba tanto en la publicación de compendios, síntesis o “modelos reducidos de inmensidad”. La historia era un gran espectáculo, atrae todo lo cotidiano: anales, diarios, memorias, cada personaje y ambiente tiene su escenario, los nobles el relato militar, el clero la historia religiosa, los parlamentarios la historia política, es una “historia fraccionada, comprendiendo distintos campos”[12]. Para estos autores, una de las grandes novedades que introdujeron los historiadores del XVI, fue cuestionar el método histórico con la ambición de evocar la totalidad de la realidad y de exponer las leyes de su funcionamiento, y esto es exactamente lo nodal en el texto de Bodin especialmente en la cuestión de los lugares comunes, que es la parte central de este trabajo.

Los intelectuales del siglo XVI, --los doctos en palabras de Huppert, o los humanistas laicos en las de Kriegel--, tendrían en común algunas tendencias como las del rechazo al dogmatismo escolástico, motivado por el descubrimiento de la relatividad de las cosas y los sistemas políticos, la realidad que no se deja atrapar en leyes y sacar a la historia del terreno de la fábula por medio de la crítica a las fuentes para reconstruir los hechos en forma verídica. Es el gran siglo de la erudición, cimentada en la crítica filológica. Pero para Bodin, la historia, como narración verídica (aunque su método no trata de este asunto, sino de la disposición en que debe ser narrada) tiene en esta cualidad intrínseca su mayor valor, dado que la curiosidad de los hombres es tanta que si se fascinan con relatos fantásticos, lo harán más por lo verdadero:

“¿Si los hombres están animados en efecto de un tal deseo de saber que se deleitan incluso con narraciones fabulosas, qué goce encontrarán ante hechos auténticos? ¿No es acaso, más agradable contemplar la historia como en un escenario los actos de los antepasados; más placentero mirar sus recursos, sus riquezas y sus ejércitos cara a cara? Tanto es el placer probado, que la verdad puede traer el remedio a los males del alma y el cuerpo [...] la historia si es verdadera es un medicamento saludable”[13].

La historia es considerada un escenario que hace posible el encuentro con los muertos de una manera creíble, real. Quizás la formación de jurista de Bodin y el recurso de la prueba de su práctica jurídica, venga a influir en esta exigencia de autenticidad, no a la historia, que desde ya está pensada como relato verídico, sino un llamado a los hombres a buscar placer en conocer lo “verdadero”. Para Huppert el aporte de la “elite intelectual” del siglo XVI, de los hombres venidos del campo de la ley, fueron sus investigaciones de antigüedades, ediciones de fuentes medievales e historias de las instituciones. Los “humanistas franceses”, los reyes de la erudición histórica, gozaron de gran reputación entre literatos, científicos y académicos de todo tipo[14].

Tanto la “ciencia de la cronología”, el arte de editar y la filología fueron los saberes cultivados por los humanistas, que pasaron a ser los pilares del historiador “moderno”. La exigencia de autenticidad se sustenta en estos tres saberes. Los estudios filológicos se expandieron a los textos medievales, sobre todo a la literatura jurídica y se publicaron grandes colecciones de recopilaciones de costumbres medievales. Para Huppert, hacia 1600 se cimentó una “base” para el “progreso” de los estudios históricos que él denomina “preludio francés a la moderna historiografía” y retomando a un autor alemán de principios del siglo XX, Friedrich von Bezold, asume que hubo un genuino “movimiento histórico” asociado al Parlamento parisino que tuvo entre sus miembros, además de Bodin, a François Baudovin, François Hotman, Estienne Passquier, Pierre Pithou, Claude Fouchet y La Popeliniere, entre otros. Los problemas que ellos denunciaron, en cuanto movimiento, son centrales para la historiografía: nacionalismo del grupo burgués durante la crisis política de la guerra civil, las simpatías hacia el protestantismo, ataques escépticos hacia el método histórico y la conexión entre jurisprudencia y erudición histórica[15]. La conexión entre filología y ley se fue haciendo imprescindible para establecer los corpus “auténticos” de la nueva ley.

Estos hombres venidos de la ley tenían en su aprendizaje el latín y el griego, algunas veces el hebreo. La literatura clásica incluía a filósofos e historiadores antiguos, así como a “historiadores de la naturaleza”. De la lectura de los escritores romanos, principalmente, tomaron la idea de la historia como una herramienta eficaz para las dificultades del presente: la historia como cantera de ejemplos de virtud, de modelos de vida inagotable, aplicables en todo tiempo, el nexo con los antepasados, la vida de la memoria, la luz de la verdad y testigo del tiempo, quizás la mayor deuda de todos ellos sea con Cicerón[16].

En la introducción que titula “de la facilidad, del placer y de la utilidad de la historia”, Bodin fundamenta la idea de la historia como “maestra de la vida”, diciendo que las acciones de los hombres deben estar “regidas por las leyes sagradas de la historia como por el canon de Polícloto”. Esto porque la filosofía, que era la llamada a ser la guía de la vida, hacía mucho tiempo que había dejado de informar sobre el bien y el mal que había en las enseñanzas del pasado. La facultad de la historia para explicar el presente y penetrar en el futuro permitía que con ella se adquieran “las indicaciones más ciertas sobre lo que conviene buscar o de lo que conviene huir”[17]. De la historia debe sacarse lo más importante que sirva a propagar el bien y detener el mal. La virtud debía acompañar tanto a los vivos como a los muertos.

El conocimiento de la historia podía ayudar al cambio en las conductas porque cuando conocemos los errores de nuestra vida pasada y bajo “el juicio severo de la posteridad”, llegamos a un punto en que la modificamos. La posteridad obliga a ser más virtuoso. Citando a Tácito dice que éste creía que, como la infamia quedaba registrada en la historia, esto había motivado a muchos hombres a leer y a escribir, para enterarse y a la vez dejar huellas y versiones de sus acciones. Es por esto que, para Bodin, la mayor utilidad de la historia es que nos ha dejado, revelado y conservado, todas las ciencias que conciernen a la acción, y ella misma --por eso-- mueve a la acción:

“Todo lo que los antiguos han sabido descubrir y conocer al cabo de una larga experiencia, todo eso está conservado en el tesoro de la historia: la posteridad no es más que un reunirse para la observación del pasado la previsión del futuro, para comparar las causas de los hechos misteriosos y su razón determinante para tener así bajo los ojos el fin de todas las cosas”[18].

La posteridad es el futuro, el pasado tiene el poder de ponerlo ante nuestros ojos. Pero no es útil si está en desorden, eso perjudica su clasificación, por ello Bodin establece que, tanto una cronología perfecta (capítulo VIII) como la canonización de las acciones humanas en lugares comunes (capítulo IV), permitirá conocer mejor el fin de todas las cosas. La crítica de Bodin hacia los antiguos autores se basa en que no habían podido dar cuenta de este orden de las cosas, porque sus métodos de “descripción” no daban paso a la comparación. El erudito, por la continua discusión en las escuelas, adquiría un sólido conocimiento abstracto, pero que carecía de la práctica y la experiencia del juzgado (esto supone que está dialogando con los juristas como historiadores). Otros, al contrario, por una larga experiencia y apoyados en algunos preceptos, adquirían la prudencia del juicio y, unos terceros, que reunían la práctica de los anteriores y el saber de los primeros. Este último tipo era el ideal del intelectual para Bodin:

“se mantienen rectos en la regla de la equidad, deduciendo los orígenes del derecho de un primer principio, mostrando un conocimiento exacto de toda la antigüedad, saben apreciar perfectamente la autoridad y el poder del príncipe, del senado, del pueblo y los magistrados romanos; que aportan a la interpretación del derecho las discusiones filosóficas sobre las leyes y la república; que no ignoran ni la lengua griega ni la latina en las cuales las leyes están escritas; que cierran toda ciencia en sus límites, según la naturaleza, la distribución de las partes, definiendo los términos y explicándolos con ejemplos”[19].

Ejemplos de estos intelectuales “perfectos” eran Guillaume Durand conocido como Speculator por ser autor de una obra denominada Speculum judiciale, hacia principios del siglo XIII, un glosador y canonista; Guidon o Guido, sobrenombre de Pierre de Fontaines, consejero de San Luis, autor de Le Conseil de Pierre de Fontaines o Conseil à un ami aparecido hacia 1253, una recopilación de usos y costumbres del Vermandois; Johannes Faber o Fabre, profesor de Montpellier, abogado y senador de Angouléme que murió hacia 1340, un comentarista de códigos e instituciones; Barthélemy de Chasseneuz (1480-1541), presidente del parlamento de Provenza y comentarista de leyes; Nicolás Boërius o Boyer (1469-1539), autor de obras sobre el derecho de costumbres, y que fue presidente del parlamento de Bordeaux o Tiraqueau (1488-1558), célebre jurisconsulto de mucha influencia en la época incluso sobre Rabelais. En fin, el propio Bodin había consagrado toda su actividad a cumplir su ideal de erudito, jurista e historiador, tratando de limitar una ciencia de manera tan gráfica como una “tabla” de cuyo orden emanara de principios universales o virtudes:

“Es a este cuidado que yo he consagrado todos mis estudios y mi reflexión. En primer lugar, he esbozado un plan de derecho universal bajo la forma de una tabla que he sometido y concebido de tal forma a unos principios, que de ella misma se pueden deducir las principales rúbricas y su división hasta en los más mínimos detalles, formando así, el conjunto, un todo coherente: es así que he comprendido las palabras de Platón, de que no hay nada más difícil ni más divino que el arte de las justas divisiones”[20].

De Bodin a La Popeliniére, los autores del siglo XVI en palabras de Huppert, inauguraron una “nueva historia”, término que el propio La Popeliniére usó en su texto Dessein de l’histoire nouvelle des françois (París, 1599). Esta nueva historia intentaba usar los datos históricos de manera científica, necesidad que miraba a la erudición como un método para obtener una historia “perfecta” que conectara el saber crítico con la filosofía de la historia[21]. Ninguna acción humana queda, en principio, fuera de la historia, incluyendo la cultura y la economía. Para Huppert, estos pensadores del siglo XVI sentaron las bases para la historiografía de los siglos XVII y XVIII. Para Kriegel esta “historia sabia o erudita” vuelve a aparecer en el siglo XVIII, pero esta vez con un programa de exclusividad y exhaustividad: definir y constituir sistemáticamente las fuentes, descubrir los tesoros, fijarlos en catálogos, redactarlas en diccionarios: “Como el arquitecto que endereza una mansión mal construida, ella va, descartando la albañilería inestable, de los pilares”[22].

La crítica de Bodin se dirige al método que se utilizaba para conocer la historia y a los “autores modernos” que a su juicio no “comparaban” entre ellas las historias célebres de los ancestros, esta falencia provenía de la inexistencia de un orden en los datos que permitiese hacer comparaciones, es decir, de categorías que posibilitasen discriminar entre hechos de igual o diferente clase: “sería un punto difícil de realizar sin antes haber reunido todos los géneros de acciones humanas, clasificado convenientemente la variedad de ejemplos”[23]. El método que propone Bodin, no se dirige propiamente al programa de trabajo con los materiales históricos, sino que al modo de conocer la historia, la que finalmente debía servir a constituir las bases de una ciencia del derecho universal, pero en ese intento, aportó a la constitución de un campo específico de conocimiento como el de la historia y los historiadores, proporcionando categorías como la división del pasado en épocas, edades, períodos y temas, que forman parte de lo que él denominó los lugares comunes o rúbricas de la historia, canon que de algún modo sigue operando hoy en día.

[Introducción] | I. Los intelectuales y la "nueva historia" en el siglo XVI | II. De como fijar con exactitud los lugares comunes o rubricas de la historia | Notas | Versión de impresión

 




Sitio desarrollado por SISIB, Sistema de Servicios de Información y Bibliotecas :: Universidad de Chile 2004