Volumen 1, N°1 Agosto de 2004

Edad y vida en el grupo conquistador

 

La conquista como proeza individual

En las páginas anteriores, hemos revisado la información estadística y comentado los gráficos, que a partir de aquella modalidad se pudieron realizar. De esa manera logramos codificar y comparar los casos individuales para descubrir la tendencia del grupo. Ahora nos preocuparemos de avanzar en dicho análisis, aportando la información reunida con el propósito de estudiar los comportamientos particulares y presentar los casos más ilustrativos de las tendencias generales ya detectadas.

Una de las tendencias más importantes se refería a la valoración del hombre maduro, si bien los grupos de edad más ampliamente representados, un 67% de los 2.691 identificados, corresponden a los situados entre los 16 y 30 años, los cargos se conceden de preferencia a hombres mayores de treinta, los que conforman una minoría en el grupo conquistador. Dos ejemplos: del primer cabildo de Santiago, en 1541, conocemos la edad de siete de sus miembros, de ellos, cinco son mayores de treinta años y sólo dos, los de mayor alcurnia social, se encontraban entre los de 21 a 30.

El otro ejemplo corresponde a la más alta dignidad colonial en Chile: el cargo de Gobernador General. De los trece hombres que ocuparon o tuvieron dicha dignidad en el siglo XVI, ya fuera por nombramiento real o por delegación legal, solo uno, don García Hurtado de Mendoza, hijo de Virrey y perteneciente a la alta nobleza castellana, fue menor de treinta y cinco años, la mayoría de ellos, diez, ocuparon el cargo con más de cuarenta años.

En Perú, las más modernas investigaciones[54], confirman la preeminencia de los hombres con edades maduras. Tal fenómeno ya había sido registrado por los cronistas, así Vargas Machuca sitúa a los jefes y caudillos dentro de esos limites cronológicos “porque al mozo se le pierde el respeto y al viejo la fuerza”[55]   y   Fernández de Oviedo, refiriéndose a los participantes en las posibles empresas de conquista dice: “...no toméis siquiera en consideración a quienes tengan menos de veinticinco años o más de cincuenta”[56].

La explicación de esta correspondencia entre dignidades y edad madura, en una época en que las expectativas de vida al nacer llegaban a los 23 ó 24 años y la edad media de la población europea no iba más allá de los veintisiete, se encuentra en la valoración del hombre maduro dentro de la sociedad tradicional. Dicha situación se afianzó en América por el proceso mismo de la Conquista: sus enormes peligros y novedosas situaciones obligaban a un largo aprendizaje por parte del conquistador. Así el peso del mérito probado en América, la experiencia en Indias y la convivencia en las jornadas de exploración, fueron estructurando un mecanismo de ascenso donde la vara justiciera para conferir cargos y repartimientos debían ser la calidad y duración de los servicios.

Los ascensos bruscos eran escasos. Lorenzo Bernal del Mercado[57], el infatigable soldado de la Guerra de Arauco, después de largas campañas es hecho encomendero a los treinta años de edad, recién a los treinta y uno es capitán y pasado los cuarenta es nombrado General.

Otros, aún hidalgos como Juan Godínez[58], tienen una carrera lenta y paulatina: pasó a Chile de 18 años con Diego de Almagro, fue regidor de Santiago a los treinta y alcalde, recién a los cuarenta años. En otros casos cuando se combina experiencia y relaciones familiares, la carrera de honores se hace más rápida, aunque se mantienen las mismas pautas. Juan Gómez de Almagro[59], sobrino lejano del Adelantado e hijo del primer maestre de campo de Pedro de Valdivia, fue alguacil mayor de la hueste de Chile a los veintitrés años, a los veintisiete encomendero de Topocalma y Gualauquén; sólo a los treinta y tres años regidor de Santiago. Debemos recalcar que éste era un conquistador destacado, capitán del célebre episodio de “los catorce de la fama”, que cantó Alonso de Ercilla en “La Araucana”.

Ejemplo parecido lo constituye Alonso Benítez[60], de gran fortuna y quizás pariente del fundador de Santiago. Pasó de quince años a las Indias, vecino de La Imperial, capitán y regidor a los veinte, alcalde a los veintidós y procurador a los veintitrés, pero muerto su protector pasó diez años sin cargo, hasta ser nombrado corregidor a los treinta y tres.

Todavía no era el momento para situaciones como la de don Fernando Irarrázaval y Andía[61], cuñado del Gobernador de Chile y hermano del Virrey de Aragón, a los trece años ya era capitán de infantería y a los dieciséis Corregidor en el Perú. Pero esto ocurría a fines del siglo XVI, dentro de una sociedad ya establecida y en donde el grupo gobernante imponía la conveniencia de la estirpe en la provisión de empleos.

En Chile, la porfiada hostilidad indígena, el refinamiento de sus tretas guerreras y su calidad combativa, hacen apreciar la experiencia ganada en el terreno por cada individuo, a lo largo de toda la centuria conquistadora.

Por otra parte, la ausencia de otras riquezas que el oro explotado con trabajo indígena, hacen muy sensibles a los conquistadores con respecto a la defensa de sus repartimientos y encomiendas, los que podían ser revocados por un nuevo gobernador para entregárselos a quienes los acompañaban, personas que no habían sufrido el difícil comienzo. De aquí las quejas, especialmente dolidas de los viejos conquistadores contra los mozos llegados con Hurtado de Mendoza en 1557 o Bravo de Saravia en 1568[62].

La esencia de dicha protesta se resumía en que se asociaba mocedad con inexperiencia, desconfianza que comprendía a los mozos situados en los altos puestos o en la tropa.

A propósito de esto podemos recordar la fría acogida al joven Gobernador Hurtado de Mendoza, por entonces de veintiún años, pues se suponía dejar fuera justamente la experiencia conquistadora y exponer al grupo a las aventuras y “mocedades” de quién no ha aprendido a dominar los múltiples peligros del suelo americano o la difícil y quebradiza armonía de los propios conquistadores.

Mocería gobernante que es puerta abierta a las injusticias y con ello al “deservicio de Dios y el Rey” como lo vemos en la queja de un antiguo soldado, sobre el gobierno del Licenciado Hernando de Lerma en Tucumán: “como mozo y de poca experiencia ha hecho muchas vejaciones y agravios a los pobres vecinos y pobladores...”[63]. Crítica de la cual quería quedar a cubierto don Andrés Hurtado de Mendoza, Virrey del Perú, cuando comunicaba al Rey el nombramiento de su hijo García: “Tengo entendido que me hará falta, porque aunque el mozo es reposado...”[64].

El desastre de Tucapel fue atribuido por los cronistas, a la juventud e inexperiencia de los que acompañaban al Gobernador en esa jornada, al decir de Mariño de Lobera: “como algunos de los suyos fuesen hombres de poca edad, recién venidos de Europa...”[65]. También para Alonso de Ercilla la adolescencia, asociada a la jactancia, que es lo mismo que el desconocimiento de la realidad, precipitó el desastre: “La poca edad y menos experiencia/ de los mozos livianos que allí había/ descubrió con la usada inadvertencia/ a tal tiempo su necia valentía,/ diciendo: “Oh capitán, danos licencia,/ que sólo diez, sin otra compañía,/ el bando asolaremos araucano/ y haremos el camino y paso llano...”[66].

Pedro de Valdivia, aunque sabiendo la futilidad de dicha bravata, habría seguido dicha opinión, precipitando la marcha al fuerte de Tucapel, donde les esperaba la muerte.

Aparte de la experiencia indiana, válida en especial para soldados y jefes, los largos estudios o prácticas previas, que exigían algunas profesiones u oficios, las más apreciadas, también contribuían a la participación selectiva y predominante del hombre maduro, mayor de treinta. En este caso se encontraban los licenciados, escribanos y médicos o cirujanos, que en promedio eran de mayor edad que soldados o artesanos; actividades o cargos de rango inferior[67].

Parecida situación es posible observar en altas dignidades públicas que exigían prestigio, así para ser Protector de Indios se prefería a hombres mayores de cincuenta años.

Igual situación observamos en el clero, especialmente en el secular. No sólo sus miembros tenían muchos años de estudio, sino que como ministros de Dios, su prestigio era enorme y los pasos para llegar a la dignidad episcopal, por ejemplo, tomaban tiempo, como que Rodrigo González Marmolejo, el sacerdote amigo de Pedro de Valdivia, llegó a obispo cuando tenía más de sesenta años.

Los Concilios que comienzan a reunirse en Indias, como el de Lima en 1567, fijaron como condición para los cargos de curas párrocos, ser hombres con edades superiores a cincuenta años, “aquietados por la edad”.

Entretanto, el clero regular era joven y sus novicios adolescentes o mozos, dado el fuerte rasgo misional y aventurero de órdenes como jesuitas o franciscanos. Así Domingo de Villegas, llegó de quince años a Chile y al siguiente ya era novicio franciscano[68]. Pero los priores son mayores, así el padre Baltasar de Piñas, jefe de la primera misión jesuita en Chile, era un “anciano catalán de más de setenta años”[69] cuando partió desde Lima.

En cuanto a la vejez, existía una doble situación, por un lado era más pronta y rotunda, más indisimulable que ahora, pero también, por su significado de transmisión de valores, de ser la ancianidad una situación excepcional, tenía, aunque no siempre, un trato deferente e incluso, de preeminencia.

La vejez se expresaba en limitaciones visibles y notorias: sordera, falta de dientes, presbicia[70], enfermedades mentales, dolencias pertinaces como la gota, etc. Rasgos o características que comenzaban a presentarse sobre los cuarenta años, a veces antes, y excepcionalmente diez o quince años más tarde.

En América esta situación general estaba condicionada por las guerras de conquista, las privaciones y sinsabores de las largas jornadas, las enfermedades incurables y las cicatrices de viejas heridas: “Estos mostraban los dientes caídos de comer maíz tostado... aquellos muchas heridas y pedradas; aquellos grandes bocados de lagarto...”. Así presenta López de Gómara[71] a los conquistadores de Perú. Mientras que el Inca Garcilaso de la Vega[72]   transcribe la impresión de algunas jóvenes mujeres españolas ante los compañeros de Pizarro: “dixo otra ¿con estos viejos podridos nos habíamos de casar? Cásese quien quisiere, que yo por cierto no pienso casar con ninguno dellos, dolos al diablo, parece que escaparon del infierno según están de estropeados. Unos cojos, otros mancos, otros sin orejas, otros con un ojo, otros con media cara y el mejor librado la tiene cruzada una, dos y tres veces”. En verdad, la conquista era una brava proeza que dejaba sus huellas en los conquistadores. Pero no menos ocurría en Europa, recordemos sólo a uno de los más ilustres gobernadores del siglo XVI, Alonso de Sotomayor, llegaba a Chile de treinta y seis años, con cicatrices producidas en la guerra de Flandes que le habían marcado una pierna y el rostro, en donde un arcabuzazo le había volado la mitad de una mandíbula.

Pero, sociedad jerárquica y señorial, a ratos moderna, sabe apreciar al hombre viejo que ha realizado hazañas o posee algún tipo de valimiento ante la autoridad. En esos casos se mantiene un tratamiento deferente o respetuoso, como el del padre Fernando Ortiz de Zúñiga cuando recomienda a Pedro de Valdivia, enfermo “de dolor de tripas” en Concepción: “señor, bien será que vuestra señoría descanse y no trabaje tanto; comamos e bebamos y holguemos, questo es lo que conviene, ques ya vuestra señoría viejo...”[73] y entonces sólo tenía cincuenta años. Los hombres de edad en cargos de responsabilidad son numerosos, dado su escaso número relativo: don Pedro de Portugal y Navarra [74], alférez general de don García Hurtado de Mendoza, gran amigo del virrey del Perú y de elevada alcurnia; Francisco de Rengifo[75], capitán de caballería a los sesenta años; Diego Mazo de Alderete [76], de cuarenta y cuatro años en Chile, tres años después encomendero; corregidor de Castro a los sesenta y uno, de Concharcos en el Perú, a los sesenta y nueve años. Debemos señalar que cuatro de los trece gobernadores que tuvo Chile en el siglo XVI fueron mayores de sesenta años, edad también apreciada para nombrar a los virreyes.

Pero el uso común era enrostrar los años, descalificar a la persona por su larga edad o escudarse tras ella para eludir responsabilidades. Así Pedro de Valdivia califica de anciano a Juan Fernández de Alderete, cuando éste bordeaba los cuarenta y siete años[77]. A la corte madrileña se enviaban informes contrarios a Rodrigo de Quiroga, a la sazón gobernador, donde podía leerse: “El Gobernador está muy viejo, e mui lleno de enfermedades y malo...”[78] y el general Juan Jufré, teniendo cincuenta y dos años rechaza la gobernación de Chile “por estar enfermo, viejo y cansado y muy gastado”[79], aunque continuará dirigiendo sus negocios por muchos años más. Fabián Ruiz de Aguilar, clérigo, declaraba en 1580: “yo estoy muy viejo, paso de cincuenta y cinco años” mientras que el padre Luis de Valdivia se disculpa en 1617: “yo estoy viejo de cincuenta y cinco años lleno de canas ya es tiempo de salir desde ciudades y mirar solamente adentro y preparar la jornada eterna”[80]. Observemos de paso, que en estas declaraciones la vejez es un estado y los años sólo una referencia imprecisa.

Los viejos —era el trato habitual— que no tenían fortuna, familia o parientes poderosos, vivían una dura y triste ancianidad, nadie los protegía y estaban a merced de injusticias que casi siempre no podían corregir. Fue lo que ocurrió con Juan Pinel, de cincuenta años y antiguo escribano, reunió una suma cercana a los cinco mil pesos oro que, junto a otros, son tomados por el Gobernador en 1547 cuando se dirige al Perú, provocando la desesperación del pobre hombre hasta que terminó colgándose de una viga.

Los viejos eran considerados un lastre en la guerra, así un testigo en el despueble de Concepción en 1554, se refiere a un número de “estantes y moradores” cercano a los ochenta hombres, como a “viejos, mancos, y enfermos e mal armados”[81]. Lo que viene a ser un verdadero resumen de la consideración social —condicionada por la guerra— que merecían los hombres ancianos y pobres, sobrevivientes incapaces de ayudar ni defenderse en los avatares de la Guerra de Arauco.

De lo revisado hasta ahora, podemos concluir que la sociedad de los siglos XVI y XVII, estaba caracterizada por una percepción del tiempo distinta a la nuestra, sus elementos esenciales eran la falta de precisión, la comparación con hechos ocurridos en un pasado más o menos remoto, la enorme gravitación del pretérito y el predominio de la cosmogonía cristiana[82].

Sociedad patriarcal donde la mujer estaba segregada y subordinada, en que la vida era frágil y breve, con edades muy diferenciadas: entre los veinte y los cuarenta se extendía la juventud, era la mejor etapa, la edad ideal. La edad anterior era la infancia y adolescencia, no tenían un fin en sí mismas y por ello se las veía como años de limitación, como preadultos a los que en ella estaban. La vejez era la antesala de la muerte, pesado privilegio al que muy pocos llegaban.

Por otra parte, sea en Chile o en América, existía una correspondencia demográfica con el otro lado del Atlántico, lo que unido a la coherencia de los patrones culturales en la conquista, y a pesar de sus tan diversos y alejados ambientes geográficos, constituyen testimonios claros, a los que trabajamos en la tarea histórica, de la profunda unidad del género humano.

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